Con el otoño llegaron las nieblas de Octubre, y el silencio cálido se hizo un hueco, para arrellanarse ablandando afanosamente el suelo irregular, por alguna sombra bajo la escalera.
Busqué y no vi a nadie. Sin embargo, no estaba solo.

Flor

¿Cómo un tiempo tan largo puede ser una copia día tras día? Quizás las leves trazas de magia en este mundo se repartan en jirones irregulares, que vuelan caóticamente sobre los campos. Posándose en lugares por los que nunca nadie va.

Pero en la estación de las nieblas se abrió el portal nuevamente. Allí estaba, resplandeciente; tu aroma, esa mirada inteligente y todos esos suspiros al leer, al reír y al narrar una historia. Esa canción, nunca la había escuchado, la música la compusiste tú, una noche estrellada.

Tanto tiempo y tanta suerte. De vivir. ¿Vivir es tener pura suerte? Lo es, quizás. No existe ni el destino ni la suerte, pero nos encanta pensar en ella.

Todo esto es como aquel poema que escribí. El músico sigue en la sala de baile, solo, tocando y apurándose la botella dorada. Tuerce, viene y va, entre las notas de la canción, yendo y viniendo. No hay nada más importante que hacer en esos momentos. Ni posibilidad de que los haya. Tocar y tocar, escribir por no estar presente. Los delirios de una madrugada tras otra. Esta es mi suerte, mi papel y mi piano.

Se fue el azul radiante, y con la estación de las nieblas me envolvió el rojo cereza. Un color con el que bullía todo cuanto guardaba en mi interior. El revoloteo de esos tonos me despertó de un largo sueño que había transcurrido en todos los prados que guardo en ese lugar prohibido.

Y fue así que te regalé todos los pájaros del cielo. Proyectando sombras fugaces sobre aquellos campos infinitos. Al sentir el frío tenue de la estación volví a transformarme en roble. Para de mi vientre sentir en la estación el parto de pájaros que volaría hacia el invierno.

La magia envolvió los campos. Se extendían en la distancia. Pude sentir aquel placer de nuevo, el de trazar todas las líneas, y poner mi compás, para crear todo a mi alrededor. La vieja fuerza de la creatividad, mi mejor suerte, estaba allí. ¿Por cuánto tiempo? Que más da.

Así, recubierto de una dura corteza, picoteada mil veces sin cesar. Sentí el dolor del nacimiento. La parte baja de mi cuerpo me hizo gritar, desvanecerme. Una consciencia que viene y va entre alegría y una profunda agonía.
Pues aquella tarde, las aves salieron raudas y veloces, trazando pautas hacia el cielo. El parto de pájaros de otoño. Una nube desigual de aves negras, pequeñas y veloces, salían de mi vientre ribeteado de raíces.
Miles de aves, que se perdieron en la niebla. Y antes de que las agujas en los árboles se recubrieran de hielo. Las aves llenaron el cielo, cada rincón del bosque, cada piedra y cada escondrijo.
Extendiendo el viejo poder de las horas, sobre la tierra infinita que esa misma tarde comencé a dibujar.