Una princesa soñó que una vez fue princesa. Con un vestido de bordados corría sobre el prado de los cuervos. En su carrera rozaba los tallos de la hierba, con la yema de los dedos de sus pies. Envuelta en un viento mágico, las hojas revoloteaban a su alrededor.

En los castillos encantados de sus vaivenes dibujaba caricias sobre retazos alfombrados de la penúltima hierba verde antes del verano. Ainoa supo, que podía volar. Y ese secreto se lo guardó para sí.

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Yo la vi deslizarse a un palmo de las briznas sobre el prado, volando a escondidas, en su carrera infinita por las distancias de aquellos mis dominios. Unos almendros la vitoreaban lanzándole pétalos sonrosados, y con el rubor en sus cortezas por estar ante la reina del fin de la primavera. Una música dulce que nos acompañaba daba gracias a todos los vivos con sus ramas, desplegando ante la luz amarillenta todo cuanto soñamos los soñadores. Brindando con vinos suaves de junio la tibieza en las noches estrelladas.

Ayer me cegó una caricia en mis pupilas, amando este tiempo que me hace lazos en papel brillante, y tus ojos verdes que me trajeron sus aleteos de mariposa. Esta mágica hora de sueños infantiles. Esta mágica hora que me regalaste. Los segundos que se quedan congelados dominando al señor del tiempo son los mejores regalos que trae la vida. El tiempo infinito que surge del tiempo congelado por las caricias del momento. Y esos momentos de silencio, donde el tiempo duerme. Son los instantes más caros de este mundo.

Pero Ainoa lloraba, yo la vi llorar en el silencio de sus escondrijos. Mientras danzaba entre pétalos de almendro, sus lágrimas hacían nacer todas las flores que una vez no pudieron brotar por los campos.

Lloraba por la estupidez del mundo de los hombres, y sus pesadillas. Una voraz agonía devoraba el jardín de sus deseos, trayendo la nada. La nada que devora el firmamento donde no existe la ordinariez de las bestias que corren por la tierra.

Y el jardín de sus deseos se marchitó en aquel sueño, tornándose oscuro, trayendo nubes de saltamontes que le mordían la piel blanca de sus pequeños pies. El sol no acudió para besar su mejilla, reinando un día entero en los cielos, como es su deber desde el nacimiento del mundo.

El jardín de sus deseos fue traicionado y un muro de hiedra creció alto hacia el cielo bordeado los límites de todo aquello. Pude escuchar, el sonido de una verja de hierro forjado, cerrándose con estruendo. Levantando hojarasca por la violencia de aquel hierro clausurando nuevos caminos hacia el interior de su corazón.

Yo maldije a la bestia que domina al hombre una vez más, tracé de nuevo círculos encomiando su alma al destierro y el olvido. Puse tanta rabia en trazar las pautas, que en aquel conjuro sentí que algo se me quebraba dentro, pues así es el estigma que traza el odio en el corazón. Una herida que tiene el sonido de un quebranto de huesos rotos. Y ese quebranto, se escuchó por todos los lugares distantes, como un trueno. Pero nadie se percató de ello.

Un quebranto de huesos rotos. Por miedo a que Ainoa olvidara el secreto de volar.

Y fui consciente y testigo, del nacimiento de una maldición. La que a partir de ahora llevaría el que traicionó el sueño de los jardines de Ainoa. Una nueva maldición, sobre tantas otras. Sentí pena. Lloré por él. Como lloro cada vez que veo un nuevo crimen. Cada día, en este mundo enloquecido.

Pues mi mayor temor en la mayoría de las ocasiones, es que jamás, ni en ningún lugar ni en ningún momento, seamos capaces de imaginar el paraíso, del jardín de nuestros deseos.