¿Puedo verdad? ¡gracias Elena!

Sevillargir: De cómo encontré al maestro de Bree

– Estoy buscando al Maestro de Bree -le dije a aquel personaje de pelo ensortijado y baja estatura.

– Ha salido -me dijo sin apenas mirarme a los ojos. Hablaba y se movía rápidamente detrás de la barra.

screenshot00169.jpg-Tiene una visita muy especial -continuó- alguien de fuera, de muy lejos. Alguien muy importante. Ha debido ir a su encuentro. Puedes esperarlo tomando una pinta ¿Te sirvo una pinta?.

-No gracias-le respondí. ¿Sabes si tardará en regresar?

-Pronto. Llegará pronto. Siéntate y toma una pinta. No encontrarás mejor cerveza en todo el mundo.

– De acuerdo -suspiré resignada. Tomaré esa pinta.

Me senté sobre un barril de cerveza vacío. Era demasiado pequeño y mis ojos quedaron casi a la altura de la barra. Ahora lo entendía todo. Tobías, que así se llamaba el posadero, me sirvió la pinta en una jarra de madera labrada y, al hacerlo, me miró a los ojos por primera vez y rió, emitiendo unos soniditos estridentes y entrecortados. No sabría decir si salían de su boca o de su estómago, o de ambos a la vez.

-No lleva mucho tiempo trabajando en la taberna- me dijo un enano de complexión fuerte y de largos cabellos rojos, recogidos en una trenza-. Esa risita nos exaspera a todos.

Estaba sentado al final de la barra. Tenía la nariz hundida en su jarra de cerveza, mirándome por encima del borde con sus ojos marrones. Hice un gesto con la cabeza y sonreí, apenas una mueca con mis labios. Acababa de llegar a Bree y no conocía a nadie. No quería meterme en líos tan pronto y allí, en la posada de El Poney Pisador, litros de pintas corrían por las venas de humanos y enanos que transitaban en aquella hospedería. Yo misma había llegado para ver al maestro, y me iría en cuanto cumpliese mi misión.

Tobías frunció el ceño cuando un elfo se acercó a la barra.

-Traigo un paquete para el Maestro – dijo el joven alto, rubio y de pelo largo.

 

-¿Más libros? ¿Otra vez libros? -le dijo Tobías.

 

-Supongo-le respondió el muchacho de orejas puntiagudas, encogiéndose de hombros.

 

-Déjalos donde siempre. Ahí. No, ahí no. Allí. No, súbelos a su habitación. Sí, será lo mejor. Voy a buscar tu dinero.

 

Y al decirlo, dio media vuelta, haciendo bailar sus bucles castaños. Y se metió en la cocina, mascullando y hablando solo.

 

No pude evitarlo. Seguí al elfo hasta la habitación del maestro. Lo vi cruzar una puerta que estaba al final del pasillo. Esperé a que saliera, apostada detrás de unas cajas amontonadas y polvorientas que había debajo de una ventana. Apenas unos segundos más tarde oí cómo los pasos del joven bajaban las escaleras que llevaban hasta el salón. Entonces, salí de mi escondite.

 

La habitación del Maestro desprendía un olor a tabaco dulce. El suelo estaba cubierto de alfombras de colores cálidos y los muebles, finamente trabajados por manos expertas, estaban llenos de objetos curiosos, sobre tapetes de colores luminosos.

 

En una mesita, junto a una ventana redondeada, había una bandeja de cristal de color rojo y sobre ella, una tetera y dos tazas, dos cucharillas y un recipiente lleno de terrones de azúcar y una jarrita que supuse era, para preparar esponjosas nubes de leche con las que acompañar al té, también de color rojo, y cuyas hojas sobresalían de una cajita plateada.

 

Había libros por todas partes. Las paredes eran verdaderas columnas de libros. Me acerqué y acaricié, suavemente, los lomos de piel de aquellos libros, dibujando con mis dedos las letras doradas que resplandecían en ellos. Mientras, leía en voz baja:

-Sir Gawain y el Caballero Verde, El Hobbit, El Silmarilion, Las Aventuras de Tom Bombadil, Mitología Celta, Mitología Nórdica…

 

Había autores que desconocía por completo pero había libros que sí reconocía. Allí estaban los grandes relatos marineros de Stuka, el dúnadan de la familia Tarambar; las crónicas de Mandos, de un Maia que habitaba en un bosque del norte, y los relatos del Mar de Rhun, de un medio elfo, según decían, que vivía próximo a la Bahía de Belfalas. Estos textos habían cruzado fronteras.

 

Sin darme cuenta había recorrido casi al completo la habitación y entonces percibí que toda la estancia era redonda, al menos eso me parecía. Me acerqué a la mesa del Maestro. Había libros, viejos mapas enrollados, un frasco de tinta, papel secante, papiros, pergaminos, toda clase de papel. Entre todo eso resplandecía la tapa, de cuero brillante, de un pequeño cuaderno y sobre ella, letras bordadas con hilos del color del trigo recién segado, que decían: El Hombre de la Luna.

 

En ese instante escuché un rumor de voces, cada vez más nítidas.

-¡En qué líos me meto! -pensé mientras me escondía detrás de la puerta.

-¡Por Eru! ¡Redonda, la puerta es redonda!-exclamé.

Me oculté detrás de unas capas y abrigos que colgaban de un perchero en forma de cabeza de dragón.

-Le he dicho que los dejara en sus aposentos señor Akerbeltz- alcancé a oír al otro lado de la puerta, en el pasillo-. Yo mismo se los habría subido, pero ese jovenzuelo no quiso dármelos.

No había la menor duda, esos quiebros en la voz eran del posadero.

Otra voz, más serena y grave, dijo:

-No se preocupe. Ha hecho bien. Gracias por su amabilidad.

 

La puerta se abrió y yo contuve la respiración. Las dos figuras avanzaron hacia el centro de la habitación. Una, pequeña y nerviosa, era, evidentemente Tobías. La otra figura, más alta, se mantenía embozada en un manto gris. Sujetaba con su mano izquierda una pipa que apoyaba delicadamente en su labio inferior, y de la que salían fantásticas y voluptuosas formas de humo. Parecía un montaraz pero… ¡Cuernos! Lo que veían mis ojos eran dos cuernos perfectamente entornados que sobresalían por encima de la cabeza de aquel extraño ser. Ahogué como pude en mi garganta un pequeño grito de sorpresa. Pero era demasiado tarde. Los dos se volvieron, casi a la par.

 

-Pero, pero, pero ¿Qué haces aquí? ¡Insensata! ¡Osada!- gritaba Tobías, poniéndose morado de furia-. Lo siento mucho mi señor, lo siento mucho, lo siento mucho- repetía una y otra vez mirando a Akerbeltz.

 

-No te preocupes -dijo, guardando la pipa en el bolsillo de su pantalón- al fin ha llegado.

 

-¿Ha llegado? ¿Quién ha llegado?-. Yo no veo a nadie mi señor, a nadie.

 

Tobías daba vueltas por la habitación, con pasos rápidos y cortos.

 

-Es mi visita especial -le respondió Akerbeltz.

 

El maestro me ofreció su mano y me llevó junto a la mesa, ante los ojos atónitos de Tobías. Me sirvió una taza de té y abrió un libro y me contó la historia, la historia de los montaraces y luego me dio una bolsita de cuero llena de hierbas del Bosque de Chet.

-Vuelve a tus tierras, dama dúnadan -me dijo con su tono cálido y profundo-.Vuelve y recupera tu historia.

Elena Pérez