A través del ventanal se divisan desde la cafetería del hotel, los leones que desde siempre han vigilado un teatro ahora descongelado. Las personas que deambulan por la calle no parecen darse cuenta de la impertinencia de una cabeza pétrea que bosteza lentamente a la luz del sol algunos metros sobre sus cabezas. Los rostros se desperezan y mueven los inexistentes bigotes, arrugan la nariz y comentan por lo bajo, algún comentario sobre el rojo chillón de aquella señora con un abrigo a cuadros y el carrito de la compra a juego. Parecen divertidos y al mismo tiempo inadvertidos de mi presencia.

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Me protege el cristal cálido, la mesa fría y el arrullo de una melodía en mi cabeza.

Contemplo las cabezas de león, como se mueven ante los inadvertidos transeúntes. Normalmente ríen y a veces lloran, pero muy poquito eso si, como si temieran despertar a la gente que pasa. Quizás es así, y ese despertar, tuviese consecuencias terribles.
Al final una de ellas repara en mí, casi invisible por el reflejo del ventanal. Me mira durante un instante hasta que me doy cuenta de que algo le asusta, lo que lo lleva a su estado normal de inmutabilidad en su vida sostenida por una vieja fachada.
Al momento me doy cuenta del regusto del café amargo que tanto detesta Edith y que tengo ante mí. Vuelvo a la realidad. ¿A cual?
El café es el de siempre. Las mesas…todo está en su sitio.

           –Algo ha cambiado pero no sé que es…

 Entonces noto su olor.

           -No ha sido difícil encontrarte. – Crepita una voz de mujer joven.

Yo no vuelvo la cabeza. La noto a mi derecha, gritando interiormente en un mudo impulso porque no se me acerque más.

            -Siéntate Ángela. – Le digo sin querer decirlo, pero lleno de curiosidad.

Ella toma asiento despacio, delante de mí. Lo que debería ser una chica de unos veinticuatro años, es algo indescriptible envuelto en lo que una vez fue un ceñido vestido de un color que no recuerdo, creo que de color verde musgo. Su rostro, sus manos y todo lo que una vez significó una hermosa muchacha es ante mis ojos un amasijo carbonizado de detalles de los que mi instinto no desea nada más que huir. Un ser humano convertido en una ruina deshecha, por el fuego implacable.
Pero por primera vez, consigo quedarme y permanecer sereno.

Un rostro irreconocible me contempla. Algunos insectos corretean por su cuerpo, por lo que queda de aquel hermoso cabello. Salen de su boca esquelética y se pierden en los trapos que cubren el torso.

Y ese olor,  siempre presente. Ese olor nauseabundo.

Giro levemente la cabeza, nadie la ve. Nadie se da cuenta de su presencia. Claro…que estupidez.

Sonrío con cansancio.

            -¿Qué quieres Ángela? –Pregunto tranquilamente, mientras le doy un trago a este café detestable.
Lo que una vez fue la chica, guarda un silencio que me parece eterno. Yo espero tranquilamente, asombrado eso sí, de mi mismo.

           -Él quiere que vuelvas –dice finalmente-. Te está esperando
           -¿Volver? –respondo-. Creo que en este asunto ya no hay nada más que tratar.

Una cucaracha recorre su cuello, se pierde por la espalda invisible.

           -Quiere la tierra de Dyss. Te quiere a ti y a todo lo que amas. Te ha quitado siempre lo que más has querido. Lo consiguió, ¿o ya no quieres recordar? Es algo que va más allá de la muerte niño, es lo que ha logrado apartar siempre de tu lado de esa forma tan irreconocible, como yo misma, todo cuanto te hace feliz.

Yo pensé durante un instante en sus palabras. De repente, ese instinto por huir de aquella pesadilla se volvió más llevadero. Mi propio instinto que trataba de huir, me avisaba de la verdad de todo aquello.

           -¿Fue Mudador, quién me obligó? –Pregunté atónito.

Ella se limitó a asentir.

Y de repente lo vi tan claro. Aquella huída. Aquel destierro despiadado de todos cuanto me habían rodeado. Todo lo que una vez obligué y envié al exilio. Pensé en una maleta que se abría derramando su contenido, en la sangre de mi propio desgarro. La cordura que revienta hacia fuera y lo vacía todo sobre la alfombra.
Por un momento, el límite de mi aguante rebasa todo lo imaginable. Suspiro asqueado por el tiempo, por el aire y por el vino. Por mi olor, mi manos y mi pelo. Por todo cuanto se mueve y respira sobre la tierra.
El tiempo se paró, todo quedó en silencio, pues un grito surgió de algún lugar siniestro. Un resquicio en una zona oculta, había perdido sus cerrojos cayendo al suelo con estrépito.
Es un momento eterno, que no tiene final cuando el mismo tiempo se ha cansado de su marcha. Todo es quietud en un momento, para que al instante siguiente, se escuche el suave murmullo de un revoloteo de pájaros.

Su voz me rescata en el justo momento en el que la luz cegadora de la angustia lucha por resquebrajar lo que me queda de razón.

           -Vuelve a Dyss, deja de dar vueltas alrededor de un vestido convertido en harapos. – Me dice. Noto cariño en su voz.
 
            -¿Y tú? – Le pregunto.
            – Yo ya estoy allí, soy uno de tus amigos, pero aún no me has reconocido. – Me responde, y logro entender un pequeño atisbo de sonrisa.

Cojo su mano, ya no siento repugnancia. Al leve contacto, ella se deshace. Una fina niebla de polvo. Como las esporas finísimas de un hongo.

Miro por la ventana, lo leones me miran, asombrados. Ahora permanecen inexpresivos. Expectantes. Con las fauces entreabiertas. Esperando. Mudos, callados en la pared del viejo teatro.

Todo es a la vez siempre, tan hermoso, tan terrible. Reír… es tan fácil. ¿Verdad que lo es?

           -Hasta pronto Ángela… -susurro tan solo moviendo los labios-. Gracias por cuidar de la salud de mi razón.

Enfoco la mirada sobre el cristal. En un momento encuentro lo que busco a la vez que vuelvo a escuchar el rumor de la gente charlando en el café, las toses, los susurros discretos y las indiscretas conversaciones a mi lado. Levanto la mano levemente y le pido a la camarera algo que tenga mucho hielo. Hielo brillante, que me traiga pensamientos, brillos que abran puertas. Ventanales de sigilo, sigilosos de penumbra, distantes y maravillosos.

Entonces encuentro el punto discreto y deslumbrante en el cual, sin hacer ruido, me desliza suavemente, de vuelta a la tierra de los mil pájaros.