Sentado en la mesa, jugueteaba con la servilleta de papel, transformándola en decenas de animales diferentes. No duraban mucho, las servilletas, son como nosotros, frágiles, y vulnerables a los caprichos.

-Vulnerables…

– Qué barullo – pensé…
– Aquí estoy yo, buscando mi brillo.
– Sentado en la mesa, parezco un ser huidizo…
– ¿es que acaso estoy esperando algo?

Pasó el tiempo de llenar mis libretas con pensamientos. Pasó. Ahora, que tengan vida. Es valentía si, como me dijo Madi, exponer todo lo que se guarda el corazón a miradas furtivas. Ajeno e indiferente a la crítica. Como bien hace Destino en su pequeño y acogedor rincón. Una vida de flores y anacardos. El negro, el blanco, y muchos tonos grisáceos.
Destino es valiente.

– Tú eres valiente – Me dijiste…
– ¿Soy valiente?
– Supongo que prefiero pensar que si.

Recordé a mi madre de nuevo, hecha una fiera, con la botella rota en la mano y su pelo largo y suelto cayendo, como la melena de un león. Defendiéndome en aquella pelea en el bar, hace muchos años ya, en la que ya me estaban dando una buena…
Esgrimió la botella, me soltaron, dió un tajo a uno, a otro, la sangre salpicó sus rostros y los nuestros. Uno corrió, aguantándose el estómago, por si se le caía algo de su estupidez de entre las tripas. Los ojos de mi madre eran la furia personificada. Mi madre a la que nunca veo, en una batalla del pasado, destruyendo al enemigo con sus manos y una botella rota. Parecí verle la armadura, un corto instante…

Todos boquiabiertos, nadie osó jamás volver a contrariarla. Mi madre, si era fuerte…ella, es la fuerza de la tormenta.
Y el delirio de un mar embravecido.

Ellos jamás volvieron. Se fueron a sus cuevas, a lamentarse, lamer sus heridas y llorar su maltrecha virilidad. La virilidad del hombre, que se convierte en la estupidez del hombre las más de las veces.

-¿Porqué la recuerdo tanto ultimamente_? será que, hay algo que debo solucionar con ella, para redimirme.

Nuestra mente es un caos, un caos de dudas, de temores, vivir es una alegría, y el dolor de vivir a veces, lo torna todo en un pozo sin fondo.

Y de pozos, yo entiendo un rato…

Entonces, abrí las puertas de nuevo…

En la floresta, todo era silencio. Me quité el abrigo, lo doblé cuidadosamente y lo dispuse sobre la hierba verde y húmeda.
La tormenta había cesado. Una fina lluvia caía ahora. Esa fina lluvia que me hace cerrar los ojos y dirigir el rostro a las alturas. Así estuve un rato. Con el rostro empapadode agua clara, me concentré.

Y alzé muros del suelo, que se agrietó y se rompió expulsando terrones gruesos de barro, como sandías de junio. El suelo comenzó a borbotear, a llenarse de grietas, los robles afloraron.

Ramas surgieron de la misma tierra y crecieron ante mis ojos, formando columnas y bóvedas de medio punto. Crecieron y crecieron, aflorando más de la tierra y del barro, la hierba se apartó para dejar que emergieran multiples ramas con las que construiría un edificio, un edificio alto con una bóveda.

Las ramas se hicieron más gruesas y se enredaron unas a otras, torciéndose en formas múltiples, recorrían el espacio, en la magia y el encanto del moldeador.

Por un momento perdí fuerza, cesaron en su movimiento, comenzaron a tornarse transparente. Cerré los ojos de nuevo, sentí la fina lluvia y el viento incesante y presente de Lavondyss. Recuperé la fuerza creativa.

Con mi mano dirigí las ramas, que cada vez más rápidas y finas en las alturas, se torcían para formar los arcos y las columnatas. Rodeaban el retoño del roble con absoluta precisión, que estaba ocupando el lugar, justo bajo la bóveda, que ya se comenzaba a formar, tejiéndose con la rama viva, de los sueños.

Tejí y tejí, el sudor bañaba mi rostro, y la fina lluvia me lo limpiaba al momento. Tejí muros y ventanales, tejí arcos y crucetas dobles y triples. Y en el centro, quedaba el roble, salvaguardado y protegido.

Se levantaron los muros tejiéndose con ramas finas que brotaban de las que conformaban las columnatas, poco a poco, se entretejieron y formaron un muro sólido que rodeó el edificio.

Comenzó a crecer de las altas bóvedas las ramajes que tejerían el techo…
-¡No! -dije -Techo no, solo la bóveda…
– Quiero ver las estrellas.

Las ramas retrocedieron y se fundieron con las de las paredes. Al poco, el tejido de ramas y hojas se homogeneizó, aplanándose para formar roca sólida, el conjunto pasó poco a poco, a vestirse de altos muros empedrados nacidos de la génesis del mito y de la forma del sueño. El poder de la creación.

Y allí estaba, el edificio románico. Sin saberlo, era románico de la fase arcáica. Con un estilo aparentemente Lombardo. De piedras antes ramajes ahora tornadas dura roca, escuadrada sin pulir, nada debía ser pulido. cabeceras de semitambor adornado con arquillos y bandas rítmicas. Las bóvedas pétreas de cañón sin cubrir, una nave amplia y elevada lo dominaba todo. Y más que columna, era el pilar el que sostenía las bóvedas.
Sin figuras, sin estátuas ni esculturas…

Un espacio. El espacio. Dado en forma. La forma y el dominio.

El dominio sobre la forma…

Tejí toda la noche, con ramas finas, y me atreví con los sauces por vez primera, eso era necesario. Tejí tapiz en las paredes, con figuras aún sin definir, el visitante vería en ellos lo que quisiese ver.
Tejí alfombras, y una gran mesa. Sillas algo barrocas, que se tornaron cómodas y acogedoras. Y cientos de elementos que me parecieron apropiados.

Llegó el momento de las flores, que brotaron de la madera viva que se tornó en pétrea construcción. Allí, si, allí nacieron flores cerezas, azules, amarillas que se ubicaron en los sitios donde toda buena flor ha de permanecer con la alegría de existir, en sus rincón.

De braseros tejidos de sauce brotaron cálidas llamas. Y un servicio se dispuso en la mesa.

Me senté en el suelo ahora de piedra sin pulir y con un motivo totalmente céltico. Eso no podía cambiar.

Había quedado precioso.

Y una voz tras de mí, pequeña, fina, pero grave, llenó el aire…

– Mis padres eran la sal de la tierra…

– Sonreí, y al volverme los vi a los dos.

El pequeño topo, Tom, de unos cinco pies de alto, con su chaquetilla y su sombrero. el paraguas en una mano. Tom, que nació del viento en los sauces. – Hola viejo amigo, -le dije contento.

Y ella, de mirada dulce y fuerte. De ojos verdosos oscuros. Con un vestido azul, que le descubría la belleza de sus hombros. Con su fuerza en el aura, veloz y firme. Su mirada profunda. Levantó ligeramente el rostro, elegante y hermosa.
Me pareció que captaba el aroma del lugar, el olor de las flores, las ramas, la piedra.

En la entrada, parecía una reina, y una reina sería.

– Os doy la bienvenida, -dije con suavidad

– Te doy la bienvenida, te esperaba con impaciencia ya. – Le dije a ella, mirandola fijamente.

– Puedes pasar, mi querida Maede.