Edanna cruzó a través de los pasillos pintados de cereza, volando en una carrera que traía consigo la urgencia inconfundible que reclama la supervivencia. Ya había cruzado decenas y decenas de puertas, a derecha e izquierda, cada una con un rostro diferente de rasgos femeninos grabados en sobre relieve sobre la madera oscura. Todo en los salones hablaba de la sinceridad de un final sin sentimentalismos. Cada rostro, definido e inconfundible el uno del otro te contaba oscuras historias de fracasos y finales despiadados.

laberinto-mudador2.jpg

-No tiene mal gusto en la decoración. – Se comentó a si misma mientras corría.

Tras la cena había comenzado la cacería. La casa del coleccionista parecía eterna en todas direcciones. Robustas estatuas de ébano, intrincados y laberínticos pasillos forrados de maderas preciosas con hermosos tallados. Alfombras suntuosas, mesillas de factura impecable, rococó, estilo y arte por todos los rincones.

Una lástima que toda la casa exhalara un olor nauseabundo, mareante y enfermizo. Como si la misma casa se descompusiese lentamente.

De un solo manotazo a las paredes que en muchos lugares se encontraban forradas de terciopelos rojos como la sangre más oscura, manaban insectos de todas las especies que conocía la imaginación. Unos cimientos confeccionados a base de sabandijas, le daban el aspecto que la casa en efecto poseía. Una leve respiración que siempre estaba presente. La casa inhalaba y exhalaba, lentamente, como un enorme ser vivo. Mientras recorrieras sus entrañas eras ya pasto de su voraz deseo por todo lo que estuviese vivo y cayera en sus fauces.

Cruzó salas y más salas, cada una decorada con estampados e imágenes que torturaban la más remota idea que concibiese una imaginación a toda prueba. Pasillos que giraban a derecha e izquierda. Habitaciones cerradas, laberínticas salas repletas de cuadros, mesitas de pasillo que mostraban enormes ramos de flores, cada uno con ejemplares de cada flor torturada que existiese en cualquier clima del mundo. Desde la más alta montaña al desierto más profundo del confín de la tierra.

Edanna se detuvo un instante, intentando no tocar nada. Giró la cabeza en todas direcciones, confundida. Tres pasillos salían de la bifurcación, sin final visible, repleto de puertas a ambos lados, cada puerta con su peculiar e inquietante rostro tallado. Inconfundible y exclusivo cada uno. Puertas con rasgos característicos cada uno.

-Además de su significado siniestro, ¿me podrá ese detalle dar una pista? – Pensó detenidamente con la mirada perdida.

La sacó de sus pensamientos un enorme estruendo, cal blanca, insectos en todas direcciones, cascotes y trozos de pared que volaron en pedazos con sus jirones de forro aterciopelado. A unos escasos metros, la cabeza de Mudador asomó entre los cascotes y el agujero de la pared.

– Hola Albina. ¡Como corres! ¿Me haces un poema?
– Me parece que no estoy para versos. – Replicó Edanna

Acto seguido reanudó la carrera. La angustia gritaba por dentro, luchando por salir en forma de terror y abandono. Le estaba costando mucho controlarse. Giró a la derecha por un pasillo y se adentró en una sala de techo elevado. Las enormes lámparas de araña, reflejaban con sus miles de diamantes la luz facetada en todas direcciones. Hermoso y mortal. Un bello lugar para terminar.

– Terminar de una vez. – Dijo murmurando para sí-. Tengo que terminar todo esto, que por un maldito descuido comencé. El descuido de una maldita ignorancia.

– ¡La ignorancia no tiene clemencia!. ¡La ignorancia no tiene perdón ni disculpa Albina! Se escuchó, resonando clamorosamente con un rugido que provenía de todas partes.

Escuchó el trote continuado y desesperante de su cazador a su espalda. Y lo más lamentable es que el corpiño le molestaba una barbaridad.

– Al menos los botines son cómodos. –murmuró sin detenerse.

Siguió corriendo, buscando inconsciente e intuitivamente una idea. Le costaba invocar en aquel lugar la magia de todas las cosas. Pues la magia necesita hilar lo que el universo por sí mismo desordena. La distopía generada por la universal ley de la entropía. Y la aguja para aquel bordado de magia era la creación de un solo orden. Un orden sencillo como un verso, una rima, un retazo de música, un dibujo… una creación.

Todo aquello invocaba la magia. Cualquier cosa que la mente ordenara, forzando al cosmos a colaborar, aunque fuese a regañadientes.

Se detuvo al comienzo de la siguiente bifurcación y entonó una llamada.

Por mis versos, mi culpa y mis besos a la nada
La ley de tus deseos invoco con respeto
Por el único deseo de lograr que lo oculto quede expuesto
Pueda excluir la sombra y mostrar una verdad velada

El verso cobró forma aceptando el precio. El orden coherente en el tejido del universo le dio su recompensa y una luz brotó de uno de los pasillos indicándole el camino. Sin perder más tiempo se dirigió presurosa hacia la pista invocada con su magia, mientras detrás de ella un rugido ensordecedor la llamada desesperadamente. Impaciente, por triturar nuevos huesos para alfombrar los jardines de la casa.

Edanna sabía que no podría recurrir mucho más a la magia para resolver aquello, salvo librar el pellejo con el ingenio. En la casa del coleccionista no se adentran ni las leyes del universo, que confusas giraban y se perdían en el laberíntico quehacer de salas, pasillos, puertas y recodos. Ella misma empezaba a desfallecer y su ánimo se mantenía brevemente sostenido por hilos desgastados ya de confianza. Pero obtuvo su premio, al girar la segunda bifurcación tras haber recorrido ya cientos de puertas, se encontró con lo que andaba desde hace horas buscando.

-Al fin. La biblioteca. – Murmuró con nuevas esperanzas.

La sala era gigantesca, lo que la sumió en una nueva lluvia de preocupaciones. Tras quedarse absorta unos segundos ante el hallazgo, corrió a las estanterías. Una escalera de caracol subía a los diferentes pasillos elevados que recorrían todo el perímetro de la sala por tres veces. Formando tres pisos abalconados bajo el techo abovedado y en sombras, decorado al completo con frescos de aspecto terrorífico.

Los rugidos habían quedado amortiguados por la distancia. La magia le había dado algo de tiempo. Un breve respiro para buscar entre todos aquellos volúmenes una respuesta que enseñara un solo nombre.

Desesperada sacó un volumen tras otro de las estanterías, y sin contemplaciones los iba arrojando allí donde cayesen. Los volúmenes eran pesados tomos, con nombres imposibles. Temas absurdos que hablaban de incoherencias; un “Tratado sobre el baile de salón de las esperanzas”, “Metodologías y reflexiones de la angustiosa caridad”, “Asuntos de estado en un país de ciegos y soñadores”. El “Diccionario de lenguas muertas” parecía interesante, eso si.

Ella sabía que cualquier tomo, incluso el más inofensivo era una trampa mortal. Pues sus textos encadenaban al curioso para siempre, condenándole a buscar hasta el fin de los tiempos, la respuesta a una pregunta del tomo que hubiese tenido la mala fortuna de leer, en el siguiente tomo. Y así hasta el fin de los tiempos. En un infierno cuyo objetivo era simplemente llegar hasta el fin de la eternidad buscando la respuesta a un hecho planteado en el libro anterior. Así, sucesivamente, libro tras libro, volumen tras volumen, por y para siempre. En una búsqueda que no tenía fin ni propósito alguno.

Salvo el puro y placentero deleite, de ser colección del anfitrión.

Edanna miró desesperada los volúmenes que ya se hallaban esparcidos por el suelo de la biblioteca. Como referencia tan solo existían una serie de números romanos, que indicaban las estanterías, con la salvedad de que se encontraban totalmente desordenados, sin lógica alguna, quedando como única salida buscarlo al azar. Se preguntó si también los números cambiarían de lugar, lo que le pareció bastante probable. Los números, del tamaño de una herradura pequeña, forjados en bronce y sujetos sobre las estanterías sin orden alguno, brillaban bajo la mortecina luz de las lámparas suspendidas en la bóveda de la gran sala.

Y así pasaron preciosos minutos, envuelta en la sórdida atmósfera de aquellos salones, mientras un rugido de hambre resonaba en la distancia, aproximándose. Dejándola en la incertidumbre de aquella biblioteca que contenía la única salida del laberinto, con la angustiosa desesperanza de encontrar el camino correcto, en el lugar en el cual parece que nacen y vuelven para morir todos los senderos del mundo. Se encontraba simplemente, en el mítico cementerio de elefantes de todos los libros jamás soñados. No pudo evitar recordar a Las Siamesas, presas en su decorativo pedestal de la antesala, y se estremeció de desazón.

 

——————————————————————————–

Del ciervo

El viaje por aquella enorme grieta que arañaba el mundo lo realizamos con la constante presencia de unas sombras repletas de huecos fríos y una continua humedad en nuestras ropas. Las paredes se cerraban constantemente sobre nosotros, privándonos día y noche de la visión de un firmamento del que ya comenzaba al olvidar como era su semblante. Salvo en pequeños momentos que venían como regalos en los cuales un pequeño trozo de cielo asomaba por algún leve resquicio, fugaz, tímido y breve entre los recovecos olvidados de aquel camino sepultado por las montañas.

Por las noches tiritábamos con el aire glacial que habitaba en aquellas profundidades. Las zonas secas eran muy escasas, y ni todo el calor del gran ciervo lograba reconfortarnos. Edith estaba mejor preparada para aquello, pero en mi cuerpo miles de agujas de hielo me mortificaban impidiéndome dormir.

El vigésimo tercer día después de adentrarnos en el desfiladero, el cielo se encendió pocas horas antes del amanecer. Un estallido celeste de enormes proporciones que sacudió los cimientos de la tierra, al ser secundado por un estruendo ensordecedor. Aquel rugido proveniente de los cielos provocó copiosas cascadas de piedras que nos obligaron a buscar refugio en las oquedades que nos brindaban los torcidos salientes de aquellas gigantescas paredes gemelas. El desprendimiento duró algunos minutos que a mí se me antojaron eternos, mientras contemplaba como todo a nuestro alrededor se encendía con una luz naranja que iluminó la roca como si nos envolviera un mediodía soleado.

Edith gritó de puro terror, con el rostro oculto en sus brazos, en medio de la ensordecedora avalancha. Yo tan solo pude rodearla con mis brazos, mientras el ciervo de apretaba contra nosotros, protegiéndonos con su costado y soportando la embestida de un cielo que se caía a pedazos ante nuestra impotencia.

Cuando la cascada de pequeñas piedras cesó, levanté la vista, para escrutar el pequeño trozo de cielo al que teníamos acceso. Aquel pedazo de cielo se hallaba plagado de cientos de cometas que surcaban el firmamento partiendo desde un punto central. Trazos de una gigantesca explosión ribeteada de ríos de fuego, recorriendo los cielos bajo las estrellas parecían aletear mientras cruzaban las alturas. Las paredes enormes del desfiladero se combaban sobre nosotros vibrando y bailoteando como el ondular de un látigo, en medio de aquel terremoto descorazonador. Comenzaron a separarse, con los atronadores bramidos de la tierra y la piedra al quejarse y rechinar, como si los dientes del mundo castañetearan de terror.

Al separarse las paredes y con una suerte que no entendía y que nos había librado de aquel cataclismo, miré hacia los cielos.

-¡Mira! – Tan solo pude exclamarle a Edith.

Edith se descubrió el rostro y miró hacia lo alto. Juntos contemplamos el fenómeno. Maravilloso, aterrador, iluminaba los cielos con cientos de trazos rojizos y naranjas, bañándolo todo con aquella tenue luz anaranjada, cálida, inquietante pero reconfortante a la vez.

Y entonces, caí en la cuenta.

-¡Edanna! –Exclamé.

Algo está cambiando, algo grande que transformará Dyss para siempre, en un extraño nuevo nacimiento, dejando atrás tierras inacabadas, se completaba al mismo tiempo el parto de un mundo nuevo.

Y mientras contemplábamos los trazos luminosos en el cielo. Escuché la débil voz de Edith que desde su postura acuclillada susurró.

-Son ochocientos ochenta y seis.
¿Qué? – Pregunté sin comprender
-Ochocientas ochenta y seis heridas en el cielo. La tierra de Dyss, está dando a luz.

Y en silencio, el ciervo, la chica y yo, no pudimos más que contemplar, un parto de ochocientas ochenta y seis aves de fuego, que surcando el firmamento, crearon algo esa noche que solo estábamos comenzando a comprender en ese preciso instante.