Bajo la sombra de la quinta luna recién nacida, y próximo al solsticio que anuncia las regiones del estío, fui de nuevo donde el viento del norte deposita sus frías lágrimas. Las agujas ronroneaban perezosas. Arrullándose apaciblemente entre los brazos del peregrino e insustancial viajero.

Me detuve en seco bajo la arboleda. Esperando

No tuve que aguardar demasiado.

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Una pesada sombra se arrastraba sobre las hojas alargadas y resecas. Y ese murmullo en la distancia. Esa sombra que me seguía, y que no vislumbré. No se trataba de oscuridad. No se trataba de escudriñar con atención bajo el auxilio de una luz más intensa.

Ella apareció de la nada, como otras veces.

-¿Ya has descubierto algo sobre mi origen? – Me preguntó

La miré en silencio. Con las manos en mi gabardina, y unos pesadas alas revoloteando sobre mi cabeza. Llenándome los pensamientos de aleteos dispersos.

– Resulta difícil encontrar algo que me traiga pistas. – Le contesté con serenidad. -.No hay mucho sobre ti, de tu pasado, y de tu mito. Solamente que eres quizás, uno de los viejos Dioses.

– Bien. Por tanto, algo sabes ya. – Me dijo mientras jugueteaba con un trozo de corteza que observaba con interés. -Un viejo Dios…un Dios olvidado.

Tú sueles brindar por los viejos Dioses…

– Todos tus caminos -proseguí – conducen a un árbol. Siempre un árbol. El final de tu mito está ligado profundamente a esa imagen mítica. Apareces de vez en cuando, pero nadie se da cuenta, pues vas y vienes con nombres diferentes. Solamente en un juego de ordenador de cierta fama, y no precisamente entre los más jóvenes. Te muestras como el árbol que eres, o que serás. El árbol de Edanna. Se ve que algunos te han encontrado levemente. Hay alusiones, pero nada concreto.

– El árbol de Edanna. – Susurró. – Es algo distante y que recuerdo levemente, sentir el sol, y los pájaros en mis ramas. El vaivén de la brisa…Y unas manos cálidas.

– Y dolor, finalmente. – Respondió bruscamente. Y mirándome me preguntó. — ¿Te duele?

– Mucho.

– Cada vez más. – Concluí.

-¿Y que vas a hacer?

– No lo sé, supongo que nada. -Atiborrarme de pastillas supongo, como siempre. – Contesté con un suspiro.

-Imagino que sentirás añoranza de tus largos paseos, ¿no?

– Sí, bastante. – Respondí.

Ella dio unos pasos, lentamente, pensativa, jugueteando con una brizna de agujas de pino. Yo me dejé llevar por los vaivenes de la brisa nocturna.

Finalmente rompí el silencio.

– Buscar el origen, siempre fue así ¿verdad? -Has tenido que venir al mundo de los hombres para encontrarlo. Lo que no encontraste en los mundos de síntesis. Lo hallarás aquí.

Me miró, sonrió levemente. – Es posible. -Dijo.

– ¿Ese fue tu plan, desde el principio? Le pregunté mirándola fijamente.

– Quién no tiene planes de vida, no tiene existencia propia. – Me contestó con una sonrisa.

– Pero, -Me preguntó con una mirada apacible.-¿Quién recuerda a los viejos Dioses, eh?

Yo guardé silencio, como toda respuesta.

La noche fue transcurriendo, envuelta en aleteos nerviosos y rápidos chasquidos difusos de los pequeños habitantes. Escapando de los peligros de la noche.

Recuerdo que paseamos largas horas, bajo la tupida arboleda. Envueltos en la bruma oscura. Sin miedo de las tinieblas.

-¿ Y qué ha sucedido? – Preguntó después de un cómodo y largo silencio.

– Una voz templada… – Susurré.

Ella me miró. Sin tardar en decir: – ¿Cómo de templada?

Yo suspiré. Larga y pesadamente. Para responder finalmente – Como un atardecer a la luz de un sol amarillo y brillante. – Una voz que resuena dentro, muy adentro. Que me dice muchas cosas, entre sus idas y venidas. -Un sonido claro, de los que te hacen esperar al día siguiente, para sentarte a ver el atardecer, y querer rodar la silla, para seguir y seguir contemplándolo. Para no dejar de sentir como esa luz amarillenta, te hace cosquillas en la piel.

– Es una voz lejana. Muy lejana también. Tan lejana, que siento tristeza.

Ella miraba al suelo, mientras paseábamos lentamente.

– ¿Estás bien? me preguntó.

– Me duele mucho la pierna, últimamente. -Le contesté. -Siendo consciente que ella, no era ajena al conocimiento de todo cuanto me dolía dentro de las fronteras de mi abrigo.

Pero no dijo nada.

– Continuamos paseando, no sé cuanto, no pronunciamos ninguna palabra más. Ya habíamos dicho todo, cuanto estaba por decir. Al menos por aquel momento.

En algún instante, ella se desvaneció, no sin antes darme un cálido beso en la mejilla, como un aleteo de mariposas. Y rogándome. Que volviésemos a vernos pronto.

Yo me desvanecí también, me torné transparente, difuso, y me dejé llevar por la fría niebla, hasta la distante morada bajo la atenta luz, que inunda la vida de los míos, y queramos o no, siempre nos hace quejarnos, de no poder divisar las estrellas del firmamento.