Estaban allí, donde siempre. Nubes negras y brillantes, frenéticas y ruidosas.
Exaltados por la abundancia. Atraídos por el renovado manto estival de una alfombra de saltamontes.
Elegantes…picaban furiosos y remontaban cien veces en dos o tres instantes. Envueltos en aire, dueños del azul profundo.
Las ramas del roble los llamaban. Ellos atendían el ruego.
Un viejo árbol, vestido de pájaros.
Un árbol amigo, solitario y silencioso. Le dedico un respetuoso saludo con una inclinación de mi cabeza. Noto levemente como él se agita, a modo de respuesta.

Los pájaros, lo visten de noche.

Y la tierra de los mil pájaros, respira con suspiros entrecortados.

La tierra de los mil pájaros

En Nisdafe, “la tierra de los mil pájaros” solo existen dos cosas más además de ti; cielo y tierra.

No sé muy bien por cual transcurría mi camino. El caso es que llegué allí de nuevo y contemplé durante un instante las ondulantes praderas, con los trazos desiguales de las sombras fugaces con formas de ave.

Durante un buen rato me dediqué a contemplar el vaivén de la hierba. Aquí siempre es verde. Siempre puedes vestir de verde y dormir profundamente.

Y es en la tierra de los mil pájaros donde el pensamiento se acaba, y solo queda la quietud.

La niña del rostro pintado, “la narradora de la vida” estaba allí, sentada de espaldas a mí. Susurrándole cuentos al viento. Los cuentos brotan, se elevan sobre los prados y van de camino hacia los sueños de la humanidad. Ella permanecía rígida e imperturbable. Me acerqué despacio. Tenía apoyada una mano con la palma vuelta hacia la tierra, rozándola levemente con la yema de sus dedos. La otra mano la usaba para taparse el rostro. Su cabello rubio le caía en hermosos y ondulados mechones. Una piel blanca y brillante reflejaba la luz intensa.

Proseguí andando, no quería molestarla. Di un rodeo y caminé hacia el oeste.

Recordé el valle del caballo. Aún me quedaba mucho camino hasta los oscuros rincones de esas fronteras. Sin embargo, la prisa se había desvanecido, si es que existió la premura en alguno de aquellos instantes.

Y en las regiones míticas de las tierras del sueño, deambulé empujado por mis botas. Entre los verdes tallos, envuelto en alas de cuervo.

La tierra de los mil pájaros no tiene fronteras, recordé, tan solo se levantan cuando las reclamas. No tenía ninguna intención de hacerlo.

Y me vino el recuerdo del brillo de los ojos grises de un amigo muy querido, lleno de intensa agudeza. Comprendí que había llegado aquí a través de su propia comprensión acerca de mi necesidad de acallar una mente llena de salpicaduras. Un lienzo en blanco de pensamientos era toda mi búsqueda. Aquí, en el reino de las aves, siempre ha estado presente. Dentro de mí y al mismo tiempo, en un remoto rincón de la tierra. La tierra por donde una vez no hace mucho, pasaba el meridiano cero.

A la vez tan lejos y tan cerca, como la atención o el cariño. La prestancia, es reina de los lienzos que se dibujan ante mí.

Llegó el aroma del azul elegante. Me dejé llevar. No estaba haciendo nada más que eso, desde que comencé este viaje.

Y aquí, era tan sencillo. Esa calma que se dibuja solo con olores y sensaciones. Que no se escucha ni se divisa. Cuando sobra alguno de los sentidos y solo queda el leve roce de una brisa suave. Me abandoné al arrullo rítmico, mientras cerraba mis párpados, y saboreaba aquellos minutos. Mientras mis pesadillas se ocultaban aullando en sus madrigueras interiores. Y callaban.

Los prados continuaban, ondulantes, en una danza sin ritmo, con el orden caótico del tiempo. Y construidos, con la base del majestuoso orden del propio caos.

Allí me quedé, de pie, y no quise ni rogué por nada más de este mundo. Con el único deseo esperanzado, aún dentro de mi propio rechazo. De que todo cuanto hubiese más allá, fuera este prado, aquellos pájaros, y el dulce olor del tiempo, hasta el fin de la eternidad.

– Son tus propios dominios, una vez más. – Dijo una voz.

– Para quién desee gobernar. –Contesté, sin pensármelo demasiado.

Ella estaba allí, de nuevo. ¿Cuánto tiempo había pasado?

Como si leyera mis pensamientos, cosa que en verdad hacía, me contestó;

– Ya han pasado unos años.

La sentí moverse, entre siseos y roces de tallos verdes. Se detuvo a mi izquierda y se sentó en silencio.

Tras un prolongado instante, habló de nuevo.

– Ya no regreso hasta el otoño. Ahora, es tu momento.

Sentí la rápida punzada de la pena.

– Y el viaje hasta el valle del caballo, has de hacerlo tú solo. – Concluyó.

Por más que ya lo supiese, la clara verdad llegó con su sombra, que se instaló en la mía.

Callamos, como tantas veces, durante más de lo que puedo recordar. Ella y yo. El silencio se hizo con los siseos de la hierba, jugueteando durante un buen rato.

– ¿Sigues teniendo pesadillas? – Preguntó al fin.

– De vez en cuando, pero ya no es ni remotamente como antes. – Le contesté.

– ¿Sabes algo de sus habitantes?

– Hace mucho tiempo que no sé nada. Y tengo la certeza, que ya nunca lo sabré, ni volveré a tener noticias. – Le contesté con la voz quebrada.

Ella guardó un respetuoso silencio.

– ¿Edanna? –pregunté por lo bajo.

– ¿Si?

– ¿Por qué te veo cada vez menos?

Edanna sonrió, mirando el horizonte, revistiendo el momento de esa gravedad que solo vive en las historias y en los sueños.

– Quién sabe…- Me dijo lentamente y prosiguió. – Puede que no me necesites.
Pero siempre me echas de menos. Y yo a ti. Puede – Pensó un instante. – Que nuestro momento comience ahora, y todo esto haya sido para aprender a conocernos. Tengo la seguridad, que siempre trabajaremos juntos, de eso no tengo la menor duda.

Yo también lo sabía. Una de esas verdades que daba por ciertas. Edanna, la inmortal. Cuando yo suspirara por todos los años que escaparan finalmente, ella vendría, tomaría mi mano, y me llevaría a su reino.
Una verdad, tan plena, tan auténtica, como el aire que entra y sale de mi propia esencia.

Al cabo de un rato, pregunté nuevamente.

– ¿Y a donde vas?

– ¡Ah! – rió – los seres míticos, se mueven por las regiones míticas, viviendo su propia historia.

Medité aquellas palabras.

– Es posible quizás, ¿que tú me necesites a mí para contar esos viajes a los soñadores? – dije.

– Es posible si. – Me contestó dulcemente y con su sonrisa mientras nuestras miradas se encontraban al yo volverme hacia ella.

Es posible…susurré.

Transcurrió la tarde, con el cielo y la tierra llena de miles de pájaros. No hacía calor. Aquí siempre sopla el viento. Y regresó el otro viento. Con el otro viento, vendría entonces, más tarde. La estación de las nieblas.

Y con las primeras estrellas, tras pasear juntos durante horas, se despidió al fin. Con su sonrisa y su cariño. Su pelo blanco y su tez de armiño. Mi cariño, se lo entregué dentro de todos aquellos minutos en su compañía. Nos intercambiamos nuestros regalos. Gotas de agua, colores y perfumes.

– Me quedaré aquí, un tiempo. – Le dije.

– Lo sé. – Contestó. –Disfruta de este tiempo. Nos veremos en otoño, con la estación de las nieblas. – Y en su rostro había tristeza.

– Hasta entonces pues. Hasta el otoño. – Terminé despidiéndome, lleno de dolor.

Pero ya se había marchado.

Y en la tierra de los mil pájaros, brotaron las ramas de roble aquí y allá en aquel pasto inmenso que venía de un pasado mítico. Un pasado trasladado hasta el ahora.
Otra región de esta mi nación, que vive, respira y muere siempre, entre el sueño y la vigilia.