Que me parta un rayo si miento: mi padre fue marino, capitán de barco mercante.

Un día de mucha brisa y escasa luz solar, hace ya mucho tiempo, se subió a un barco y se marchó muy, muy lejos. Su viaje le llevó tanto tiempo que en casa se pensó que aquel había sido su último viaje. El más largo y difícil.

Ante la incertidumbre sobre su paradero a su esposa de aquel entonces le dio tal fatiga que hijas, hermanas y amigas se pasaron el verano entero abanicándola a ver si así le pasaba el disgusto. Allí se quedó la pobre: remendando redes, cubriendo la dignidad de los santos y despojando a las patatas del suyo.

El motivo de tan larga ausencia fue que a bordo se sucedieron una serie de desafortunadas desdichas. Todo comenzó una noche, cuando de repente se perdieron dos cilindros del motor principal. Gripados desde la corona hasta la base, los enormes pistones de dos toneladas se fundieron con sus respectivos cilindros en un abrazo simbólico, listos para consumar una ya larguísima historia de amor que los llevaría hasta el fin de los tiempos.

Cuando fueron a conectar el auxiliar algo misterioso dentro de aquella jungla de tuberías y calderas decidió que hasta allí había llegado su paciencia. Se produjo una explosión; tras la detonación un incendio y a continuación una serie de inconexos alaridos de terror. Por suerte los sistemas de extinción funcionaban como es debido por lo que pudieron contener las llamas. Pero el daño ya estaba hecho. Parte de la máquina se había arruinado y llevaría muchos meses repararla.

Mujer de maderaTotal que allí se quedaron, flotando a la deriva en algún lugar de aguas marroquíes con la máquina hecha trizas. Las mismas aguas, cosa curiosa, en las que mi abuelo algunas décadas antes había sobrevivido a un naufragio. Siempre que el viejo marino, curtido por litros y litros de salitre, contaba esta historia yo abría los ojos de par en par a la vez que empinaba las orejas. Recuerdo que al hablar movía mucho las manos, dejando ver su piel corroída por el fuel de una época de desesperanza mientras repetía un viejo dicho de los marinos: "Los mares en calma no crean buenos marineros".

Para mí fue un héroe de guerra que en aquella ocasión había sobrevivido al hundimiento del buque en el que estuvo embarcado. Un carguero de bandera holandesa que fue torpedeado por un submarino alemán. Cuentan que el mismo submarino fue alcanzado poco después por una fragata inglesa y enviado al fondo del mar con todos sus ocupantes. Aún hoy andará en algún lugar, posado dulcemente en el lecho marino cerca de las Islas Canarias.

Mi abuelo en cambio tuvo más suerte. Colgado de un andamio realizando sus labores de engrasador, vio venir junto con algunos compañeros al terrible G7e dejando su estela blanquecina sobre la superficie y haciendo un ruido de mil demonios. Ante el panorama unos cuantos no dudaron en lanzarse al agua; otros en cambio no fueron tan rápidos. Cuando el buque fue alcanzado la onda expansiva recorrió la estructura de tal modo que el barco se dobló como si fuese una regla pinzada por un extremo; lo que envió al agua sin compasión a los rezagados proyectándolos a una distancia de algo más de diez metros. En realidad contaba más la suerte que otra cosa pues te podía matar tanto la onda exterior como la que se propaga por el agua.

Pero volviendo a la historia principal, la singladura de mi padre estaba lejos de terminar sin más pues tuvieron la mala suerte de toparse poco después con una patrullera marroquí con su ametralladora de 20mm montada en el puente. Por aquel entonces los asaltos a los barcos pesqueros estaban a la orden del día debido a los problemas con los que faenaban en el Banco Sahariano. Una especie de tierra de nadie que se disputaban del derecho y del revés sin preguntarle a los peces, auténticos protagonistas del conflicto.

Con el poder disuasorio del cacharrito los pusieron a todos con las manos en alto. Pero los apuros llevan a aguzar el ingenio y todos terminaron siendo remolcados a algún puerto de la costa africana donde cientos de niños de piel oscura juegan felices en la blanca arena de unas playas de longitud imposible. Todo muy injusto por supuesto, pues los asuntos del barco poco tenían que ver con las capturas. Pero ya se sabe, hay algunos que ante la duda prefieren disparar primero y preguntar después. El caso es que las razones nunca estuvieron muy claras por lo que a mi juicio se trata de asuntos que más tienen que ver con cómo se haya levantado esa mañana el funcionario de turno y de la resaca que lleve encima.

La tripulación estuvo retenida en Marruecos hasta que se pactó la extradición. Tras el pago de una tasa desorbitada un día, al final del verano, volvieron a casa. A su regreso mi padre nos contó su historia. Confesó que durante el encierro el trato que recibieron fue horroroso. Los trataron muy mal, se burlaron de ellos y no pocas veces tuvieron encontronazos que llegaron a las manos. Todo aquel asunto quedó oculto tras esa actitud que tenían nuestros mayores de callar y dejarlo correr. Al fin y al cabo decía, a la hora de comportarse muchos aquí no son mejores que ellos, y si hay algo que destacar de los seres humanos es la buena memoria que tienen para las ofensas. El gobierno de Franco ya había hecho estragos.

Entonces, con sus ojos castaño-verdosos me miraba fijamente y me decía:

"Hija. Muchos dicen que en este mundo hay que luchar para ganarse el respeto de los demás". "Yo pienso que se equivocan". "El respeto es un legítimo derecho con el que venimos al mundo. Lo que debemos hacer es luchar siempre por conservarlo. No permitas que te lo quiten jamás ".

***

Yo era por aquel entonces una chica gótica. De esas que visten de negro y llevan pesadas botas de cuero. Con sus suelas no es que pisara los tronos enjoyados de la tierra precisamente pero sí que avanzaba dando grandes zancadas muy segura de mí misma; harta de mi propia suficiencia; sintiéndome única y deliciosamente dramática. Eso, como todo, pasó en algún momento. Y de ello también extraje valiosas enseñanzas.

Nunca tuve estampitas de famosos y pegatinas de chicos guapos en mis carpetas del instituto. Los héroes de mi juventud fueron bien distintos. No había grupos musicales, banderas o partidos políticos. Los posters de mi habitación mostraban caballos galopando por las arenas del desierto e islas de cristal emergiendo de mares esmeralda. Mis auténticos héroes no necesitaban insignias, posters o banderas. Eran gente como mi padre y mi abuelo, personas anónimas que siempre hicieron cuanto tenían que hacer sin esperar que un público les aplaudiera en ninguna parte. Cuando llegaban a casa no había correos esperando que alabaran sus hazañas o comentarios expresando su disgusto. El Trol no se había inventado todavía. Se limitaban a sentarse, servirse una copa de vino y contemplar las luces de abajo, titilando por todo el valle de Velanidia. En algún remoto rincón de Grecia. Esperando a que llegase el día de tener que marcharse de nuevo para embarcar.

Ellos han sido siempre mis modelos a seguir y no la vasta población de pingajos que pueblan hoy los medios, atentos nada más que al aplauso y al "me gusta". Los Justin Bieber de turno, tan deseosos de popularidad como la humanidad de una religión que le dé respuestas.

Todos tenemos, dice la moderna Psicología, a nuestro niño interior rondando aún en alguna parte. El niño, curiosamente, suele estar enfadado. Al igual que cualquiera puedo verlo cuando me miro al espejo del mismo modo que en ocasiones puedo ver aún a la chica gótica. La pataleta y las ganas de llamar la atención siempre son obra suya y aquí se lleva la palma. Pero mantener a raya a ese niño impertinente es una lucha que nos conduce a la madurez. Al Trol de Internet por ejemplo le domina en todo momento.

En muchos aspectos de mi vida tengo algunas cosas pero que muy claras. Una de ellas es la del respeto ante las opiniones de los demás. Las clases de Filosofía del instituto para mí no pasaron en balde. Fue en aquel momento cuando supe que no existe una sola verdad, vivimos en un mundo de percepciones subjetivas. La única forma de aprender es asimilar todos los puntos de vista para, tras analizarlos, llegar a una conclusión personal. Por eso me hartan las peleas que veo en las redes, en comentarios y foros, en listas y comunidades. Nada más que pataletas de críos a un lado y otro. Si aún tienes alguna duda del porqué de esta entrada en el blog he aquí la razón.

Pero de las cosas que tengo más claras y que para mí son más importantes es la lucha por la dignidad. Esa que nos previene de imponer un solo punto de vista; de usar a un género como objeto fetiche o como reclamo publicitario; de incitar al odio o al rechazo y a tantas otras que llenarían páginas y páginas que ya están escritas en otro lugar.

-Una cosa es naturalismo y libertad de hacer o de expresar algo. Otra cosa muy distinta es usar la imagen de otros, ya sea de un género (como la mujer) o de un colectivo (como una religión o una cultura) para vender o como objeto fetiche, a costa de su imagen y del residuo que deje en la mente colectiva. Siempre hay alguien que no lo entiende.

-Una cosa es la libertad de expresión, otra muy distinta el perjurio, la calumnia, la difamación y la lesión de honor. La libertad de expresión termina cuando comienzan estos otros derechos que, para mi estupor, nadie suele recordar o que conoce incluso. Todos conocen muy bien sus derechos pero nunca sus deberes.

-Una cosa es comerciar con el trabajo de otros corrompiendo el significado de su obra y diluyendo el significado que ésta tiene en la sociedad, y otra pero que muy distinta es que un autor tenga derecho a esperar una justa compensación por su trabajo: si tiene la oportunidad de conseguirlo y si hay alguien dispuesto a ofrecérselo por supuesto. Una recompensa como puede desearla cualquiera. Si el pobre Van Gogh hubiese tenido ese privilegio es muy posible que hoy pudiésemos disfrutar de muchas otras piezas producto de su talento.

Porque todo esto forma parte de la misma copa, una de la cual bebemos todos de contenido dulce y amargo. Tan amargo como lo es el cansancio. Una historia que se repite de muchas maneras pero siempre con un mismo significado. Algo que compartimos juntos. Una copa espiral.

Edanna, mayo de 2015

Edanna, sello personal