Como cada madrugada, con la alborada empujando los últimos rincones de la penumbra, el hombre se incorporaba en el viejo camastro de hierro forjado con los pies sobre la alfombra y la mirada perdida en algún rincón de la habitación. Así, sentado en la cama permanecía largos minutos, perdido en un pensamiento vacío, adormilado aún por un sueño cargado de pesadillas; ensimismado por unos minutos en la nada.
Como cada madrugada al despuntar el día, se levantaba lentamente tras permanecer en trance sentado de ese modo, en un viaje hacia ninguna parte, a través de los vastos silencios de su mente. El gastado lavabo arrojaba con un canturreo un agua helada que le hacía resoplar y que despejaba todas las incertidumbres para con el nuevo día que se avecinaba. Una nada que, sospechaba con temor, se iba abriendo paso cada vez más.

Del vestidor tomaba su traje con olor a naftalina y jabón barato, alguna hilacha pendía en un descosido mal disimulado aquí o allá, y llegaba a verse el relleno blanco en un tímido intento de escapar venturoso, a través de una abandonada costura.

La casa olía a castaño, a retratos de ancianas, a polvo, a generaciones y edades…, pino de relojes de cuco, cera de vela, pinturas religiosas… El crujir de la gastada madera de la escalera le recordaba una y otra vez las veces que de niño le pareciera un reino grabado en escalones gigantescos donde sus moradores tuvieran como meta ascender las escarpadas murallas de cada nivel y en lo alto, el emperador aguardaba con su séquito vestido de gloria, plantas suntuosas y animales exóticos cuidados por decenas de sirvientes.

Tomando el abrigo de lana de su padre y calándose el sombrero, como todos los días salió al descuidado jardín y cruzando el pequeño camino llegó hasta la verja desvencijada amparada por un buzón tubular, sostenido en un palo picado por la carcoma. Este al abrirse le permitió en una fiesta de crujidos de óxido estrujar el mazo de cartas en su mano y tomar el acostumbrado paseo calle abajo.
Caminaba despacio, como en un ritual sin ningún motivo ni celebración. Lentamente veía desfilar las grietas de las baldosas resquebrajadas y olvidadas tiempo atrás. Un suelo cargado de hojas amarillas y rojas llenaba el aire de fragancias de otoño. Frías brisas acariciaban la tez en un arrullo silencioso. Levantándose la solapa y calando más el sombrero, prosiguió la marcha.

Como siempre, había llovido una lluvia gris…, en los oscuros cielos de la ciudad de tejadillos rojos y canalones ronroneantes…, el agua repiqueteaba a través del canalillo de la calle para perderse en la misteriosa profundidad de la boca de la alcantarilla. A veces se preguntaba si no habría un reino mágico allá a donde fueren las pequeñas hojas, que como botecillos desamparados se perdieran en la oscura gruta hacia lo desconocido, a un mundo donde pudiesen pasar cosas que valieran la pena. Desterrar el gris de la vida de los moradores que contemplaba día a día.

Prosiguió su marcha y reparó en su mano engarfiada estrujando un puñado de sobres. Ya no los miraba, ni los abría. Iba pasando en su ritual matutino cada sobre cuidadosamente, observando el remitente, si lo había, e iba colocándolo detrás del conjunto hasta terminar la operación. Incluso deseoso de poder realizar de una vez su ritual que lo liberaría en un espejismo de la rabia y del hastío, de la pesadumbre y la tristeza. No reparó en que sin querer, había llegado al pequeño espacio cuadriculado donde se levantaba el viejo roble con la corteza plagada de inscripciones, que malvivía en la calle abriéndose paso entre la estrecha oquedad hecha en la acera, donde malviven todos los árboles urbanos del mundo. El terreno tapado de asfalto, la tierra estéril y compacta del subsuelo. Allí crecía, desde hace mucho, plagado de hojas en verano, cubriendo el cielo de tonos esmeraldinos y dorados, cuajado de lentejuelas rojas y amarillas. Iba pródigamente regalando a cada brisa, a cada estremecimiento de sus ramas, un manantial de lluvia escarlata que bañaba la calle; donde afanosos vecinos y empleados públicos todas las mañanas barrían y amontonaban, formando montones compactos; perfectos para ir a zambullirse de cabeza si tenías algo de niño en lo más profundo.

Contempló largamente la poceta donde se erguía el roble, inundada de agua lodosa, en medio de la acera, sucia de hojas y colillas, papelitos de caramelos y envoltorio de cajas de cigarrillos flotaban en aquel lago de aguas marrones. Había ganado unos centímetros de profundidad al romper las raíces el asfalto levantándolo en parte al igual que algunas de las baldosas de la acera en su lucha desesperada por abrirse camino entre las cadenas de la urbe. No había pacto alguno entre los hombres como siempre, ni posibilidad de trato para los que eran enviados al mundo del hombre y sus requerimientos. Observó en silencio las resquebrajaduras de las baldosas, las grietas del pavimento. Mucha tierra había desaparecido con el transcurrir del tiempo y aquel charco de agua enlodada de la que nacía el grueso tronco le recordaba un agujero oscuro y profundo donde podría arrojarse y desaparecer para siempre. Impávido el viento silbaba entre los cables del teléfono meciéndose aburridos en lo alto del poste de madera que pasaba por lo alto. Contempló la nada en el agua cenagosa, la nada que se abría camino allí y en todos los rincones, el frío le recorrió la espalda, estremeciéndolo y llenándolo de una extraña sensación de inquietud. Con un ademán brusco levantó las cartas aferradas a su mano a la altura de sus ojos y, lentamente, las fue rompiendo en pedazos pequeños mientras gradualmente sus manos iban bajando, arrojando los pequeños fragmentos al agua sucia que lamía los pies del roble viejo. El último roble de la calle.

Allí se quedó, siempre molesto por lo dificultoso que es a veces el romper los sobres, por lo que tardaban las decenas de fragmentos en empaparse y hundirse en el agua y desaparecer de su vista hacia los abismos que intentaba imaginarse, se abría paso en aquel diminuto lago. Allí quedó como todas las mañanas con el alma más vacía que el día anterior impregnándose de la sensación acostumbrada, una súbita y perentoria necesidad, de volver rápidamente a su casa.

Así transcurrían los días, la lluvia repiqueteaba en los tejados, llenando todo lo demás de silencio, como si el mundo esperara. Los canalillos arrullaban en cantos, y el frío encerraba a la gente en sus casas. Los perros ladraban a lo lejos, y entre los tejados de las casas vivían los gatos, que felices maullaban a lo alto intentando prometer la luna a la afortunada que respondiera sus lamentos de medianoche. Un viento glacial barría la vida de los habitantes, y en aquella casa, una capa de polvo salvaguardaba los viejos retratos de personas del pasado, la carcoma del reloj del abuelo, la vieja escalera, que arrojaba un polvillo a cada paso vacilante. El tiempo se condensaba en aquel lugar y dormía colgado del vestidor.
Frías gotas resbalaban por las ventanas cuando el cartero depositó, como cada mañana, el nuevo conjunto de cartas en el balanceante buzón de lata, con su madera carcomida entre el arrullo de los gorriones, bebedero incluso, entre sus abolladuras.
Una vez más su mano aferró el correo y se lo llevó calle abajo. Se oían resonar sus pasos en la calle mojada, una calle por la cual apenas pasaban vehículos. El frío y la madrugada no eran momento para andar por las calles mojadas donde la noche aún había dejado susurros desperezándose que huían como sombras furtivas a esconderse hasta caer el sol, cantando canciones que solo la aurora podía escuchar.
Y un día más vio los trozos languidecer en el silencioso lamento de las palabras en el pantanal del viejo roble. Otro mazo de cartas se ahogaba en silencioso grito de auxilio en las oscuras aguas hacia los abismos sin retorno del olvido.

Regresó a su casa acompañado como siempre, de silencio…
Todas las mañanas el ritual se repetía. Con la aurora, un abrigo cubría sus espaldas, el sombrero ancho, apenas mostraba una pálida tez cansada. Con su mano ancha y huesuda, sostenía su mazo de cartas adormiladas, que se llevaba al árbol sagrado donde morían despedazadas en fragmentos ahogados en el agua cenagosa, palabras que se fundían en la esencia del barro y la tierra, a la sombra del último roble de la calle.

Pasó el tiempo, y, una mañana, entre las cartas había un leve estremecimiento, un susurro de festejos, una nueva carta de color azulado y perfume de vainilla se acomodaba entre las otras, furtiva y aventurera, dejada de forma apresurada, no por un aburrido cartero, sino por unos taconeos nerviosos calle arriba, justo antes de que la primera luz alumbrara las ventanas de la antigua casona. Allí hasta el buzón parecía más digno, enhiesto con todo su orgullo para albergar pródigamente la novedad entre el siseo de las ramas de los árboles del jardín. Se abrió la portezuela y el mundo guardó silencio mientras el correo era llevado en su mano, calle abajo. Un corazón palpitaba en algún rincón secreto por el fruto de las palabras, dejadas como un niño desamparado en un portal, en aquel buzón.

Sus pasos resonaban sobre la mojada acera, lentamente, con el siseo blando del papel contra el papel, el correo pasaba la inspección diaria. Una a una iban pasando de delante a atrás. Y…, al fin llegó cargada de aromas de vainilla, el azul penetró sus oscuros ojos bajo el sombrero, y un matiz de colores se reflejó en un botón del abrigo, iluminando un rincón del viejo atuendo de paño. Una sombra de duda frunció su entrecejo, y por unos momentos la carta permaneció allí acunada por la duda, en un eterno fragmento. Pero se disipó…, pasó a la parte trasera del mazo, y allí lloró en silencio lágrimas de olvido.
Sus trozos añadieron tonos turquesa a las frías aguas del viejo roble.

Durante días la recibió, junto con las otras, en un jardín mucho más silencioso que antes, mucho más abandonado y en un buzón cada vez más estropeado.
Y como todas las demás, calle abajo, en la poceta del viejo roble, sus fragmentos se ahogaban en las sucias aguas al pie del árbol, el último y el más viejo, de toda la calle…
Y en un cercano escondrijo, el latir de un corazón se fue apagando, alejándose a dormir un llanto en sus secretos rincones.

Un día se levantó con una extraña sensación, el mundo parecía que contenía fino grano de película antigua. El color sepia de los viejas fotos en los retratos de plata oscura, susurraba distancia, lejanía y silencio mientras observaban desprovistos de expresión. Sobre las mesitas, en los estantes…, reparó en la capa de polvo que cubría los muebles y la silenciosa soledad de la casa cerrada. Con sus olores a castaño y a cuero enmohecido. Por las ventanas se filtraba una clara luz, que corroboró al salir al desvencijado jardín, repleto de trastos viejos, maleza y árboles sosegados. Una primavera estaba llegando, y aunque algunos charcos aún bañaban la calle y las finas gotas vestían los tallos y las flores, el sol inundaba las esquinas con una tibieza que despertaba al mundo del suave manto del frío invernal. Se acercó al caído buzón, percatándose de que no solo no contenía correo, sino que finalmente el viejo armatoste había sucumbido a los elementos y al descuido, que ya lo hacían prácticamente inservible. Caído medianamente contra la valla, parecía exhalar su último suspiro, envuelto en óxido, carcoma y cansancio.

Caminó consternado, con las manos vacías y pasos huecos. Ni una sola carta. El silencio más absoluto, salvo la brisa le rodeaba. Se ciñó el cuello de la chaqueta pese al tibio sol matutino, se caló el sombrero de ala ancha y descosido forro. Una oquedad parecía provenir del subsuelo al ritmo de sus pasos, los ecos en las profundidades parecían visitar su conciencia, en un apagado siseo, como el de una radio vieja que no recibiera ninguna emisión.

Se acercó al viejo roble que, dificultosamente se habría paso hacia la luz en la estrecha poceta, la corteza, herida con decenas de frases y grabados de cumplidas e incumplidas promesas. El asfalto y parte de la acera habían reventado por las viejas raíces, grietas surcaban el pavimento, una llegaba incluso a través de toda la calle hasta la otra acera. Era en verdad un árbol imponente, y hoy más que nunca, parecía querer romper las cadenas que le había impuesto el hombre.

La poceta estaba vacía de agua. Una sucia tierra compacta se apelmazaba en el fondo. Restos de colillas, envoltorios de caramelos, trozos de cajetillas de tabaco, pero ningún trozo diminuto de papel de carta, ni el más leve indicio de un sobre, un sello hecho pedazos o un trozo escrito en algún rincón.
Al levantar la mirada, el tiempo se detuvo, y hasta parecía que iba marcha atrás, que el sol se ponía y que volvía la noche. Un frío intenso azotó su tez y bailoteó con el cuelgue del abrigo al fijarse en la copa del árbol. Sus ojos, sin pestañear, su mirada pétrea de estupor, sus manos blancas por la impresión…, al mirar hacia arriba, al mirar las cientos de hojas verdes en la frondosidad del roble pudo atisbar, como en todas y cada una de ellas, estaban escritos… su nombre, y su dirección…

Edanna ( 1998 )