…Y regularmente visité el retoño del roble, en el bosque viejo. Siempre que podía, siempre que quería, que era…siempre.

Crecieron muchos árboles en los alrededores, y al poco tiempo se convirtió en un manto verdoso sobre la superficie de aquella tierra ennegrecida. Pero en el claro de aquel bosque, donde habitaba el espíritu del árbol, la tierra quedó llena de cicatrices oscuras. Manchas de ceniza en los lugares donde el dolor y la sangre aparecieron a la cita. Tierra quemada por el deseo, los sueños y la desesperanza.
Y en aquellas cicatrices, habitaba el retoño, ya de diez pies de alto. Crecía rápido. Más rápido que lo que se puede aprender en la vida de un ser humano.

Le puse flores al retoño del roble, en el suelo, cerca del tronco, todavía estaban las manchas del fuego de la ira, y el tinte lila de las desilusiones. – Querida, descansa en paz. Pensé para mis adentros.

Sobrevino entonces el rumor de la brisa entre los árboles. El susurro que me trae paz las más de las veces. Y cerrando los ojos me dejé llevar por el canto de los siglos en la tarde amarillenta y dorada sobre aquella región remota.

―Por los amigos ausentes. ―Pensé―. Por los amores perdidos… Por los viejos dioses y por la estación de las Nieblas… ―Dije moviendo tan solo los labios.

La estación de las Nieblas… La estación de las nieblas es mi estación, está entre el otoño y el invierno. Mi estación la creé yo, como soy capaz de crear cualquier cosa.

―"Mi imaginación alimenta mi vida, mi vida, se va soñando…"

La estación de las nieblas tiene nevadas de copos de nieve y hojas de roble amarillas y rojas. Todo a la vez.
El sol siempre es amarillo, es cálido y fresco, siempre sopla la brisa. Cuando llueve, llueven gotas ligeramente saladas si estoy triste, frescas y dulces si estoy contenta.

La estación de las nieblas, es la estación donde todos los recuerdos se unen con todos los conocimientos y nacen los libros, la música, las artes, el amor… El amor… ¡Kalessin! Grité, con toda la fuerza de mi cuerpo. Silencio. El rumor del viento se hizo intenso. Sé que estaba allí, viajaba de la costa más remota del mundo, en la orilla más lejana. Estaba allí. El dragón. Le vi llegar, no podía ser de otra forma. Siempre estaba en los rincones de mi mente.

Apareció broncíneo en el horizonte, sobre los robles del bosque viejo. Antiguo e imponente. De coraza metálica, lleno de agujas afiladas en su lomo, en su cola y cabeza. Metálico de oro viejo, y bronce. Maravilloso, elegante y cautivador. Cautivador…

―El hijo pródigo ha vuelto, dijo desde el aire.

Y batiendo sus alas, el polvo cubrió el aire, se posó delante de mí, a diez pasos. Sin rozar el brote del roble. Si lo hiciera, si le hiciera daño, una profunda herida le cruzaría el cuerpo. Si lo destruyese moriría en el acto y no por mi mano.

―Nunca me marché, yo te he llamado. ―Le contesté―.

―Nunca estamos muy lejos Kalessin.

Él plegó sus enormes alas brillantes al sol del ocaso. Se encontraba más viejo, surcado de cicatrices, algunos dientes mellados. Pero imponente en su elegancia.

― ¿La niña está bien? ―Me preguntó―.

―Sí, llora por las noches cuando nadie la ve, pero está bien. Le damos amor, le damos cariño. Y ese es el alimento de la razón de un niño. ―Y de todos nosotros, pensé…―.  Me ayuda ahora, siempre estamos juntos. Le cuento cuentos, le cuentos chistes, caminamos y adivinamos el color de las cosas ocultas.

―Escucha Kalessin, no tengo mucho tiempo para hablar contigo y te pido disculpas, a pesar de todos estos años de ausencia y distancia, pero necesito algo importante de ti.

Él asintió, esperando.

―Vuela alto, vuela lejos y tráeme todo lo que me he perdido. Quiero regresar a mi lugar de origen. Necesito encontrar todo lo que dejamos atrás. Vuela ahora, vuela lejos y regresa sin demora.

Él batió sus alas y entre el vaivén de la hierba y el baile de las ramas vecinas desapareció con el trueno, volando hacia el sol.
Y ahora a esperar…

Alguien zarandeó mi abrigo largo.

―Tengo hambre, me dijo Ainoha.

El bosque se desvaneció, el roble, el sol de la tarde. Desperté de mi ensueño. Estaba en mi nueva casa, de pié, mirando por la ventana. La niña a mi lado, me miraba con aspecto cansado.

― Por supuesto princesa, vamos a tomar un helado o meriendas ¿sí? ―le dije, saliendo de un estado casi hipnótico y familiar. Ella sonrió feliz, asintió con un sí muy largo, alegre y delicado. Pero antes le dije―. Siéntate al lado de la chimenea, que te hago una foto.

― ¡Con la botella! ―Me dijo riendo.

―Bueno, si no hay más remedio… ―Comenté, sin dejar de reír con ella.

Y nos perdimos calle abajo, bajo el amarillento sol de la tarde, bajo los laureles de indias. Juntos de la mano, cantando una canción que aprendió hace poco. Una hermosa canción, como el rumor del viento en el bosque viejo…