Atravesamos los vastos territorios de los dominios del Ciervo hasta que gradualmente fueron quedando atrás las extensas planicies, después de varias jornadas de camino siguiendo siempre el margen del río. La tierra, se tornó pardusca y grisácea, tornándose más y más áspera y arisca a medida que dejábamos atrás los densos pastos que se mecían suavemente al compás de la brisa, y que nos habían acompañado durante la totalidad de dos ciclos lunares. Un paisaje que echaría de menos a partir de ahora.

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La cuenca, con sus montañas grises por la lejanía, se fue cerrando poco a poco, hasta divisar un gigantesco farallón ante nosotros, una barrera natural de montañas tan altas como el cielo. Las lisas paredes ascendían en silencio, hasta llegar a la morada de las gigantescas águilas del ocaso. Guardianas de todos los accesos y pasos por el mundo. En lo alto volaban, diminutas por la distancia, a pesar de su envergadura de más de diez pies.

Siguiendo el camino ante nosotros, se entreveía un desfiladero, estrecho y temible. Desbordaba la vista, derramándose hacia las alturas. Sosteniéndose a cada lado por una cadena de montañas interminables con unos límites que escapaban por completo de nuestra visión, formando el recinto y la frontera de aquella tierra que ahora quedaba atrás.

La Cuenca de las Lágrimas del Ciervo, ahora comprendí, se trataba de una enorme caldera de cientos de kilómetros de diámetro, con unas fronteras tan lejanas unas de otras, que hacían pensar que las llanuras de su interior eran infinitas y llegaban realmente, como falsamente había creído, a unirse con el firmamento más allá del remoto horizonte, atravesando todo aquella tierra bendecida por el poder del Rey Ciervo.

El río fue menguando a medida que se adentraba en la dirección del desfiladero. Su caudal, antes abundante, ahora parecía amilanarse, confundido, azorado en una decena de meandros, como resistiéndose a sepultarse bajo el peso de la enorme muralla montañosa. Hasta que finalmente, desapareció su caudal, internándose bajo el subsuelo, eligiendo su propio camino a través de las entrañas de la tierra.

– Algo que quizás deberíamos hacer nosotros. -Comenté con Edith.
– El río conoce su camino, nosotros adivinamos el nuestro. -Contestó.

Sentí temor por aquel momento, y una nostalgia difícil de describir, como todas las sensaciones que me producía el largo viaje en la búsqueda de los viejos lugares. Una pereza y una tristeza que desde hace días notaba, era común en todos nosotros pues la compartíamos, cortando nuestra respiración, y dejándonos pensativos la mayor parte del tiempo.
Todas aquellas sensaciones, contrastaban con la sensación de paz que me habían producido aquellas tierras, de pastos interminables, de horas luminosas, sin la presencia de ningún frío venido de alguna esquina en sombras.

Fue difícil abandonar las tierras de Niñoroto, el ciervo se mostraba taciturno, y se alejaba, olfateando el aire, como esperando encontrar algo llegado de muy lejos. Permanecía en silencio, atisbando con sus penetrantes ojos las alturas rocosas, la entrada al desfiladero, o el horizonte que dejábamos atrás.

-A partir de aquí todo será diferente. –Le dije a Edith.
-Todo lo que te aguarda es diferente –Contestó-. Pero en las distancias de esas murallas solo veo sombras, debemos avanzar un poco más.

Yo suspiré despacio. No sé como, el ánimo se había esfumado, como un penacho de humo de hoguera ante la brisa. La nube de sensaciones iba y venía a capricho, no así el zumbido de mis pensamientos, que me atormentaban con sus constantes giros y estridencias acompañándome a todas horas. Este era un giro inesperado. Jamás antes había visto esas montañas, aunque lo que habitaba en ellas me lo podía imaginar…

Un mundo en mi imaginación, repleto de escondrijos…Yo lo creé, y me era desconocido.

Edith pareció leer mis pensamientos, pues comentó:

–Vamos -Me dijo sonriendo-. Ya sabías que muchas de los caminos a las regiones desconocidas no los conocerías. Probablemente y a medida que avances irás cayendo en la cuenta de los porqués.

-¿Por eso estás tú aquí verdad?
-Hay cosas que tú ni nadie podría ver en su interior. – Respondió-. Hacen falta algo más que ojos para el que tiene visión y no ve más allá que lo que cree llevar consigo.
-¿Cómo es que viniste ahora? –Le pregunté.
– Porque tú me llamaste en este preciso momento. -Comentó sonriente.
Yo le sonreí con ternura, mientras mis ojos se perdían contemplando su pelo trenzado del color del trigo en verano. Su rostro tenía rastros de sus pinturas. Desde su baja estatura me miraba con una sonrisa traviesa.

-Venga, vamos. –Le pedí, invitándola a seguir.
– Si, vamos. – Respondió.

Seguimos el camino hasta que el sol completó tres cuartos de su recorrido. Entonces Niñoroto se adelantó y se alejó al trote. Yo le llamé algo nervioso sin obtener resultado

Ver alejarse al animal me llenó de inquietud. Estaba demasiado acostumbrado por las largas jornadas en las llanuras a tenerlo cerca. Me resultaba familiar ya su fuerte olor y su poderosa respiración. Su cercanía me tranquilizaba y ahora, tras pasar todas aquellas horas en su compañía, ver como se alejaba me decía que todo estaba cambiando demasiado pronto.

Tras aquella larga marcha, la entrada al desfiladero se hallaba al fin justo frente a nosotros. Niñoroto nos esperaba justo allí donde las paredes comenzaban a contemplarse la una a la otra. El ciervo, orgulloso y esbelto nos miraba fijamente, aguardando.

Las paredes eran gigantescas, se perdían a ambos lados del paisaje dirigiéndose hacia el horizonte y no lográbamos divisar su altura, pues traspasaban la barrera de nubes. Y frente a nosotros, como una enorme grieta, una finísima rotura en aquel mausoleo de rocas, el camino se internaba por aquel angosto desfiladero.

Le eché una última mirada a las llanuras con algo de resignación. Del río no había ni rastro al ocultarse bajo el subsuelo en su viaje por aquellas montañas. Todo era inquietud.

Miré a mis compañeros unos instantes, en las que adiviné sonrisas silenciosas que me llenaron el espíritu con la paz que necesitaba. Así, en silencio, nos adentramos por aquel estrecho paso cuyos muros subían de tal forma que se curvaban en lo alto y ocultando por completo la vista del cielo.

Y durante muchos días, ya no tuvimos oportunidad de volver a ver el sol, ni las estrellas del firmamento.