Con los primeros vientos de septiembre, despertó al compás de un canturreo de pájaros. Una leve erupción de hojas resecas por el periodo estival, marcó la leve diferencia entre estar allí, y permanecer oculta. Una mota de otoño leve pero constante, permanente y aparentemente ausente. Aquellas fueron sus primeras bocanadas del aire ya ligeramente húmedo. El letargo se había terminado.

dama5.jpgY como todas las cosas caducas, renacer es convertirse de nuevo en presente. Ausente anteriormente, cotidiana ahora. Para sumarse a todos los suspiros de aquel bosque teñido de naranjas que perfumaban con sus avenas suaves, el presente traído de un pasado reciente.

Las hojas se removieron lentas, perezosas, protestando. Y una mano blanca como la nieve surgió entre aquel  aroma inundado de bosques, de exhalaciones diminutas. Las cortezas cayeron atrás, anunciando una llegada esperada, pero conocida. Un ciclo más, en el cual se ocultaron del calor aquellos brazos delgados, que solo subsisten en la humedad y el frío entre las sombras, y los claros de un sol taciturno o de un rayo de luna.

Pues así fue concebida, para existir tan solo en periodos determinados por el paso de las lunas. Y al igual que este cuaderno existe por ciclos, ella despertó de su sueño estival, para existir más allá de septiembre. Adentrándose una vez más y durante un nuevo periodo, en la estación de las nieblas.

Tardó mucho tiempo en incorporarse y abrir los ojos, para recorrer el manto de hojas de aquel lugar remoto. Suavemente y deslizándose contuvo su alegría, dedicada a contemplar su nuevo año, recientemente puesto a su servicio. Todo era nuevo y fresco, conformando su deleite.

Los sueños de verano, quedaron en sus tarros de arena fundida, conservándose para mis estanterías. Aquella luz las iluminaría de forma que sus sombras fueran a su vez cobijo y elegantes bordados. No existe en los meses del verano, pues el aire no puede darle el aliento necesario, al permanecer quieto y sin vida, extinto de alma y alegría.

Pues fue en las cumbres de septiembre cuando tú y yo nos encontramos, en aquel promontorio coronado de rojos y violetas. Tú andabas fijando la mirada en todas las cosas, yo deambulaba sin darme cuenta de nada más que de mí mismo.  Tras aquellos pasos me acordé de las viejas leyendas de los románticos, las cuales adopté para siempre, levantándoles altares. Y me di cuenta, de que tú no te inclinabas ante ningún pedestal.

Eso me llenó de asombro. Por ti, por mí y por tus idas y venidas. Las que me enseñaron la sabiduría de trazar un anillo alrededor del mundo. De morir y renacer continuamente, sí, eso me lo enseñaste tú, como tantas otras cosas.

Ese renacer lo plasmé aquí, que solo existe cuando llega el momento y despiertan de sus sueños con las canciones del nuevo año. Un año que empieza cuando a mí me parece bien. Sí, eso también me lo enseñaste tú.

Y ante el asombro de los hermosos días de verano, me vino la fresca cintura de un viento vibrante. Como cintas ingrávidas bailaron por el aire, trazando finísimas danzas otoñales, el fin de las cosas, el comienzo de todo lo que merece ser contemplado. Y tú, arrojando baños de luz brillante, te incorporaste sobre la marea de hojas para permanecer erguida, en aquel momento, dulce de tibios pesares, libre de alientos pesados. Y paseaste, rozando con la yema de tus dedos, todos los tallos que habrían de obedecer a la reina de las mareas. A la dama de otoño, que vino para enviar a un sueño plácido, a todos los seres que la esperan impacientes, pues ella es la única capaz de escuchar sus rumores.

Yo volví a mis paseos por los bosques, ahora cada vez más fríos, ideales para amortiguar los latigazos constantes de un cuerpo interminablemente torturado. Anhelando muchas veces escapar de este envoltorio que me mancilla, de manera continua, todos los días de mi vida.

Deambulé de nuevo bajo los árboles silenciosos, siempre esperando encontrarte, aunque ya sabía que al final serías tú quién vendría a mi encuentro. Pues así resultaba siempre, ya que el dueño del tiempo no era yo, siendo más bien un simple espectador. Ese honor te corresponde a ti, a la que yace bajo las hojas del bosque, durante el estío.

Soporté de nuevo el dolor, acurrucándome bajo la acacia que esperaba el roce de tus dedos, para aguardar al leve invierno de estas latitudes. En la piedra que mira al oeste me dormí, esperando tu regreso.

Y sucedió que durante esa espera, comencé a soñar otra vez cuentos de ti,  sueños de gatos y de briznas de hierba. Prados sin fin hasta las frías laderas. Caminos anchos por los que pasear, y hasta ríos, donde no debiera haber ninguno. Recuerdos de una tierra lejana, a la que bien me gustaría regresar. Una zanja llena de barro acogedor, un recodo bajo la fina lluvia en medio de la noche profunda. Un zumbido, un rocío, dos amaneceres, tres medianoches. Una sombra con su rayo de sol.

Todas las cosas que nos dejan sin aliento, conformaron una vez más toda la magia del mundo, que aunque estéril, siempre te da una bienvenida y un regalo, si sabes esperar pacientemente, dormido bajo una fina lluvia.

Al despertarme estabas allí, silenciosa. Cuando caí en la cuenta de que el dolor había desaparecido, decidiste sentarte sobre las rodillas ante mí. Aquella brizna de hierba en tus dedos me rozó la nariz y sonreíste.

Y de nuevo una vez más, todo comenzó.