Entonces comenzaron a llegar las primeras nieves, atraidas por la reina de los hielos, que les cantaba sobre el vaho de su aliento. Nubes espesas chocaban sobre las cumbres, derramándose al otro lado como espuma Bordeando las montañas se desliazaban perezosas en la otra vertiente. Mágicas formas que jugaban con la luz. Y entre los brotes jóvenes, de nuevo, con mis botas pesadas y mi abrigo gris, derribé los muros de mi casa, para ir al encuentro una vez más, del viejo, el más viejo si…el viejo lugar prohibido.

El curso de agua del arroyo nacía en las laderas del nordeste, de donde ya comenzaba a soplar una brisa gélida. Una brisa embriagadora que me traía el viento desde lugares distantes, para hacerme cosquillas por toda mi piel. Colándose en mi abrigo por resquicios dejados a conciencia. DIsfruté durante unos instantes de uno de mis más preciados placeres, y me encaminé arroyo arriba.

El retoño del roble quedaba ya muy atrás, millas hacia el suroeste, al pie del acantilado que nació el dia que Kalessin acudió a mi llamada. Pronto debía volver, y vigilar su crecimiento, pues de todo este mundo nacido de mi mente, ese era el lugar más preciado, y más importante. El espíritu del roble callaba ahora, y lo haría muchas lunas, pues lunas tardarían los acontecimientos que habrían de venir.

Saltando entre el arroyuelo cruzé zonas profundas del bosque, que a medida que viajaba al norte, se tornaba más espeso, más oscuro quizás, cuando no se sabía mirar, o nada había que decir. paraba muchas veces, pero no sofocado, me demoraba para respirar aquel aire nuevo que venía frio desde muy lejos, y bien sabía yo, que, Kalessin tenía algo que ver en aquello.

Sonreí al recordar al viejo dragón, con su estructura inmensa y sus alas de bronce bruñido, más viejo que el primero de los cuentos que habitaron la tierra. Pero hoy, tenía otra cita con un ser mucho más antiguo. Y a este, no podía llamarlo, había que ir a su encuentro si se sabía donde buscar.

Me costó muchas horas de volver a poner el sol de nuevo en poniente para prolongar la tarde cuanto quisiera. Cinco o seis veces rodé el sol treinta grados sobre el horizonte, para disfrutar de mi puesta de sol, como siempre hacía cuando ella vivía en este mundo, en los lugares ocultos de mi mente.

Y al fin, lo vislumbré, en un claro del bosque, ligeramente pendiente respecto a donde estaba yo, allá lejos a dos tiros de piedra.

Niñoroto

El gran ciervo me miró ladeando la cabeza, moviendo las orejas rapidamente. Detuve mis pasos para contemplarlo. Una vez más…

Niñoroto, imponente. Un viejo ciervo macho, con una cornamenta de más de mil nudos, excepto uno de los astiles, que desde muy bajo en la base, hacía tiempo había perdido.

El ciervo con el asta rota.

De las encrucijadas de los astiles astillados, pendían jirones de tela antígua, raida por las eras, totalmente oscurecida, que solamente soportaba el paso del tiempo por la propia fuerza que mantiene vivos los mitos, y Niñoroto, era otro mito, y uno muy antiguo.

Mi niñoroto lo traje de una novela, el viejo ciervo guía. El mito del ciervo se remonta a eras muy anteriores a la era cristiana y precéltica. En muchas culturas nace el mito de forma natural. El ciervo viejo que guía al virtuoso a una gran misión, a una gran recompensa, o como en carcasona, que los lleva a la búsqueda de una ciudad inexistente, hasta que fallecen por la edad y los peligros del viaje.

Sí, niñoroto era muy antíguo, y aquel viejo e imponente ciervo de asta rota venía de páginas llenas de amor por el mito, esta versión de niñoroto era dulce, y se mantenía vivo y firme, pues la fuerza del mito se alimenta dia a dia.

Me acerqué, con paso decidido pero atribulado por la belleza de aquel animal de poderosa osamenta. Era muy grande para su especie, en su lomos y costados se veían decenas de cicatrices de cortes profundos y astiles de lanza y flecha. Si, en muchas ocasiones el ciervo era herido y perseguido hasta rincones ignotos del bosque, donde cada hombre crea sus infiernos o sus paraisos perdidos.

Le miré fijamente a las pupilas, él resopló, y bajó la cabeza, sin dejar de mirarme. Noble hasta el último resquicio de su esencia, valiente, y desconfiado, como todos los animales veloces.

Me sentía atontado por su belleza, su pelo era casi rojizo, y brillante. Me asombraba ver la cantidad tan enorme de heridas que llevaba, de historia en historia, niñoroto, había huido muchas veces en su misión de guía.

Niñoroto no hablaba, pues los ciervos no hablan, por lo menos así lo había decidido yo en aquel momento. Pero si comprendía, y de forma casi tan aguda como el dragón.

-Aún busco mis tesoros perdidos, le dije. Ya Kalesin fue en busca de la creatividad dañada y de otras muchas cosas. Pero de tí necesito algo que solo tú conoces. Ya sabes que és.

Él me miró como si no comprendiera, pero al cabo de unos instantes, acercó su hocico a mi mano, y lamió el terrón de sal que le había creado para él. Relamiéndose, giró su imponente cuerpo, y ladeando la cabeza me miró con una mirada de entendimiento.

Dando un poderoso salto con sus patas traseras, emprendió la carrera y se perdió en la espesura del bosque.

De él me quedó su olor intenso de animal, pero también el olor de las ramas, de las hojas húmedas y la tierra mojada.

Vé Niñoroto, encuentra mi propia paz, para poder construir encima, todo lo que he de comenzar de nuevo…Suerte viejo amigo de los libros…

Retorné por el arroyuelo, aquello solo estaba comenzando, el bosque crecía cada día más. Y aquel bosque, me era muy familiar, resolví que debía esperar a Kalessin al borde del acantilado y velando por el espíritu del roble.

Y hacia allí dirigí mis pasos…

Kalessin el dragón volaba lejos, Niñoroto, el ciervo de asta rota, se adentraba en lo profundo del bosque, y yo, debía vigilar el crecimiento del retoño del roble. Un roble, que al crecer, me abriría las puertas, hacia la región desconocida de aquel lugar, aquel bosque, que no era más que mi propia mente…

Como siempre, recobré el sentido de la realidad en el lugar más insospechado, detrás de una taza de café, absorto mirando a cualquier punto de luz, a cualquier reflejo, esta vez en la propia taza que tenía delante, ya fria. La mirada extraña de la camarera, el murmullo de la gente, la calle, la ciudad…Los árboles no estaban, el arroyo había desaparecido, el mundo de nuevo se había formado ante mí, y ante mis ojos, prosiguió su marcha, ajeno, a todo cuanto pasaba en el lugar quizás más lejano que nadie pueda imaginar. Y ese, este, mi regalo, me hizo esbozar una sonrisa, cuando proseguí a tomarme aquella taza de café frio.