Dyss, sello general

En su carrera, el ciervo volaba por el bosque.

Sus pezuñas dejaban rastros pares en el húmedo manto de hojas podridas. Huellas distantes en su alocada carrera por la vida. De sus hollares goteaba la saliva caliente, y un vaho desesperado se mezclaba con las claras nubecillas de vapor del suelo y las hondonadas.

El astil de una flecha corta le sobresalía de su cuarto trasero, bañando de púrpura su costado, dejando tras de sí un rastro claro y diáfano, como una luz guía para la jauría. El bramido de los perros y los gritos de los hombres resonaban detrás, siempre cercanos, y por más que corriera con toda la fuerza de su poderosa musculatura, no apreciaba que ganara distancia entre la jauría y él.

El ciervo cruzaba a través de las ramas que siempre se interponían; hojas molestas que le daban latigazos en el pecho fuerte y blanco, surcado de cicatrices del pasado. Sus astas se erguían como una corona, una de ellas rota desde antaño; jirones de tela enredados en ellas cimbreaban al viento con la veloz carrera.

El ciclo del Niñoroto, como lo llamaban, se completaba una vez más. La última cacería: la caza del venado del asta rota.

La jauría no daba tregua; lebreles de blancos dientes arrojaban brillos que el ciervo veía a través de su visión periférica, presagio de la caída, aviso de que esa carrera era la más importante de su vida. Muchos hombres corrían trae él, y corrían como hacían los hombres de antaño, veloces y tan feroces como sus perros hambrientos. Llevaban pieles sin curtir, barbas sucias con cabellos sucios, lanzas, arcos y flechas toscas, pero mortales. Hablaban un extraño dialecto, y sus narices chatas olisqueaban al igual que los perros la sangre del venado.

Pero desconocían, que estaban escribiendo su propia historia.

El jefe del grupo de cazadores era el más fuerte, llevaba un collar de molares de ciervo, de pequeños astiles de venado y colmillos de lobo. Todos aquellos hombres apestaban, y Niñoroto los olía cada vez más cerca, tan diferentes, tan astutos, como sus perros.

Del arco del jefe voló la flecha que lo cogió desprevenido; no pudo olerlo, no pudo pues estaban untados de grasa de ciervo y excrementos de animales para disimular el olor a hombre, tan inconfundible. La muerte voló con un zumbido bajo para clavarse en su costado.

La carrera se llevaba consigo más de una hora y el bosque se volvía cada vez más oscuro. La historia se repetía una vez más; el mito del ciervo guía y de una nueva muerte en el bosque; el descubrimiento del claro y el hallazgo de la fuente que habla.

Y aquel hombre, llevaría su propia historia a otro lugar del bosque. Aunque esa historia no cabía en esta carrera pues le era ajena, y otro ciclo estaba a punto de comenzar.

Atravesó los arroyos, salpicando las ramas bajas con el brillo de pequeñas gotas que parecían detenerse en el tiempo, en un instante de terror absoluto, centelleando a un sol que se entreabría en rayos claros por las hojas de la techumbre espesa del bosque. Sus patas hincaban la tierra, dejando agujeros profundos; el sudor bañaba todo su lomo y su pecho. Estaba agotado; la herida le dolía mucho; se mareaba por la pérdida de sangre; en su pecho, los pulmones le ardían como el fuego.

Llegó al claro, allí donde habitaba la fuente que habla. No se demoró, aunque sabía lo que vendría pronto. El penúltimo proceso de su persecución, se consumaba.

Niñoroto escuchó como los hombres se demoraban, atónitos por lo que habían descubierto, y parte de su propio mito comenzó allí. El jefe del grupo perdería el interés por el ciervo al ver la fuente en el bosque, que le hablaría, llevándole a cumplir su propio destino. Como el destino del ciervo guía envuelto a su vez en otro mito.  Niñoroto ahora cumplía, pero su historia no había terminado.

Los lebreles de brillantes dientes al sol y fauces de espuma blanca no fueron llamados por sus amos, y si tal cosa hubiese ocurrido su mismo deseo los habría hecho desobedecer. En sus mentes de cazadores solo había una imagen: el dulce olor de la sangre de venado.

Tropezó, y con un chasquido semejante a una rama al romperse, su pata quedó quebrada. El dolor fue lacerante, bramó de angustia. Los perros aumentaron sus ladridos, excitados por  saberse conocedores de su propia victoria. Niñoroto se levantó, renqueante y cojo, dándose la vuelta enfrentó, con una cornamenta de más de cien años, al enemigo del colmillo largo.

El primero embistió en un salto directo a su cabeza, le atravesó con el asta desde el vientre hasta el lomo, quebrándole la columna limpiamente y lanzándolo contra un roble donde, con un chasquido de huesos rotos, quedó exánime con una mueca de rabia en sus fauces.

El segundo lo atacó de costado, el ciervo se giró y le quebró el cuello con sus pezuñas en una coz bien aprendida en los primeros días de su larga vida. El perro, dando un aullido, quedó inmóvil.

El viejo ciervo jadeaba, con el pecho a punto de estallar de agotamiento; rememoró la imagen de la cierva de su última camada, sus vástagos trotando junto a él, cuando guiaba a la manada donde la hierba creciera tierna y firme, donde el agua fuera clara y el sol abundante. Los pequeños cervatos jugaban a huir, brincar, correr y perseguirse; a salir corriendo de repente ante un ruido o un siseo; a escudriñar la maleza buscando depredadores mientras los demás bebían en el arrollo, aprendiendo, como aprenden todos los animales su propio papel en el ciclo de la vida.

Unos colmillos se le clavaron en el pecho; le desgarró la piel con las mandíbulas una perra hembra muy bien adiestrada, la más vieja del grupo que, astutamente, usó un ángulo en el tercer cuarto de su visión periférica; allí donde las imágenes eran confusas si giraba mucho la cabeza. Lo había conseguido aprovechando la caída de su otro compañero de caza, una caída necesaria para poder acercarse lo suficiente al ciervo y conseguir herirle.
El ciervo bramó una vez más de dolor; trató de pisotear a la perra, que rápida, se liberó de sus peligrosas extremidades y retrocediendo unos pasos, buscó su oportunidad para un segundo ataque. Los amenazó con la cornamenta; los perros conocían el peligro; debían actuar juntos y asediar a la bestia, hiriéndola una y otra vez.

El ciervo recordó sus carreras por los prados, la visita al Refugio y las mansas aguas del lago donde dormitaba muchas veces bajo las estrellas del firmamento, atento y vigilante por sus vástagos y por la manada. Recordó cuantas veces había vencido a los machos jóvenes que intentaban usurparle el cargo de líder y del berreo de las hembras ante sus victorias, excitadas por su fuerza y su poder. Recordó muchas cosas hermosas, mientras se le nublaba la vista e iba desfalleciendo. Recordó su propio nacimiento, el olor de su madre, el sabor de la leche caliente de su cuerpo, y cuando le lamía tiernamente la cabeza para limpiarle.

No percibió el dolor cuando el resto de los ocho perros se abalanzó sobre él, desgarrando por todas partes su cuerpo, llenando con su sangre el rincón del bosque, donde volvería a la tierra. Para renacer. Para cumplir de nuevo su cometido en su propia historia.

Los perros lo despedazaron; el sonido de sus mandíbulas y gruñidos de satisfacción resonó en el bosque, ajenos a sus dueños que ya no pensaban en la caza sino en su propio destino, al ser guiados hasta allí por el ciervo del asta rota para poder cumplir así con su destino.

Niñoroto cayó con un estruendo sobre una hojarasca que exhaló un revoloteo de despedida, expelida bajo su peso. La tierra tembló, y con los ojos ya vidriosos, exhaló su último bramido, expirando.

Los perros aullaron y se arremolinaron sobre él, destrozando el resto de su cuerpo mientras se daban dentelladas los unos a los otros, jadeando de júbilo.

…Y en otro rincón del bosque, en ese preciso instante sucedió que, de un agujero en un roble viejo hubo un parto de pájaros. Pequeños pájaros negros que, como golondrinas, emergieron veloces del tocón podrido, alzando sus alas curvas al cielo entre miles de sonidos agudos.

El aire en aquel rincón del bosque se llenó de pájaros nacidos de la tierra; el milagro que volvía a renacer en un lugar perdido en el corazón del bosque. El suelo al pie del roble se removió y las hojas secas volaron en una erupción violenta bajo el silencioso grito, inaudible, de la propia tierra; ésta se removió lanzando trozos de barro en todas direcciones.

Un parto en el bosque; el dolor de la tierra invisible. Sólo animales y plantas pudieron sentirla. Los gritos de la madre dando a luz.

Del barro y las hojas, de la tierra y el agua surgió una cornamenta, y más tarde, el cuerpo mojado de un ciervo surcado de cicatrices; envuelto en el barro, recubierto de nervaduras, con un intenso olor a hojas, a tierra mojada, a ramas podridas, a hierba húmeda.

Del parto de la tierra resurgió, para volver a iniciar su propia historia, siempre una vez más, el ciervo. El ciervo que resurgía de la tierra; que tenía un asta rota envuelta en jirones raidos, un sudario de viejos trapos de tela grisácea.

Empapado por su propio nacimiento cortó con sus dientes el umbilical hecho de fibras vegetales que le unían al suelo cubierto de hojas del bosque. En pocos minutos aprendió a andar de nuevo poniendo entonces rumbo hacia la periferia.

Niñoroto renació una vez más, como tantas veces. Una más, en un ciclo continuo e interminable. El ciclo de su propio mito.

Edanna