Abrí la puerta lentamente. La última visita a aquel espacio siempre imaginé que sería especial. Para ello dejé una última cosa por llevarme, para llegar a una hora cualquiera y encontrarme a solas con aquellas paredes.

Una grieta allí, una mancha en el fondo del rincón. Cuando nunca había recordado de qué y de cuándo, de repente recordaba cada arañazo, cada grieta y todas las pequeñas heridas que, cualquiera puede hacer a lo largo de los años en las paredes que uno habita.

La casa estaba muda, en silencio. Es curioso que, al desalojarla de muebles y utensilios, aquel pequeño rincón que me había dado cobijo durante tantos años, y mi valiosa independencia, ahora se viera desnuda de emociones. Sin vida, sin alma…

Me senté durante mucho tiempo en el frio suelo, quemé dos, tres, cuatro cigarrillos, y mi pequeña gata ronroneaba nerviosa, al estar en aquellas paredes mudas y sin escondrijos para sus fantasías de felino.

Ya nos vamos pequeña, ya nos vamos…

Muchas veces traté de imaginar como sería aquella despedida, y aparte de una desazón, no sentía nada. Todos los recuerdos, estaban en las zonas oscuras de mi mente. Y no acudían al ritual de despedida. Una mente en blanco, una paz inexplicable. Cuando aquellas paredes habían albergado un mar infinito de emociones, a veces en caudal que arrastró todo a su paso.

Me vino a la memoria eso sí, la primera vez que la ví. Y me enamoré de aquel pequeño estudio, que me permitió despegaqr en cierto modo, a una vida en algunos casos quizás mejor.

Tantas risas, tantas lágrimas y miles de momentos. Estaban absorbidos por aquellas paredes de color lila.

Y sentí las grietas de repente venir sobre mí, con el crujido que hace un barco de madera al partirse, brusco e impresionante, vi venir lo que no esperaba.

Cogí el transportín, y metí a mi pequeña gata negra en él. Ella, maulló de indignación. Le susurré palabras dulces para consolarla, y hablamos unos segundos.

Unos breves minutos, depié en el marco de la puerta, me dijeron todo lo que necesitaba saber, aquel espacio, moría en aquel instante, y para siempre, con todo lo que dentro albergó.

Me sentí quebrar, ahora sí, el corazón pareció partirse cuando escuché la puerta cerrarse con brusquedad.

Y esperé…

Cerré los ojos, para abrirlos un instante después, renovado de mi propia esencia, para oler el viento suave de la hierba.

Allí estaba ahora.

La puerta ante mis ojos crujió con violencia, se partió en cuatro pedazos y saltó de sus goznes, absorbida hacia el centro de la casa.

Y con un crujido ensordecedor, paredes, marcos, ventanas y ladrillo, se vieron arrancados de sus lugares para ir a un centro invisible que todo lo absorbía…
La vorágine aumentó en violencia, la casa se arrugó como un papel usado, se plegó sobre si misma, y poco a poco al principio, pero rápidamente al final, desapareció engullida en un torbellino de luces y escombros. Madera y cemento desaparecieron en una espiral elíptica, como si un centro de masa de proporciones astronómicas hubiese aparecido en el centro geométrico de la disposición de aquel pequeño estudio que fue mi casa durante muchos años.

Al final, donde estaba la puerta del doscientos uno, del número cincuenta, solo existía una pared lisa.

Con el alma estancada en algún meandro repleto de ramas, me dirigí al coche, con el transportín de mi gata en la mano. Arranqué el coche, y me fuí de allí.

Pensé que derramaría lágrimas, pero me sorprendió comprobar, que solo fue Kiena, mi pequeña gata, la que no cesó de llorar durante todo el trayecto, hacia mi nueva casa.