Cada día, hace tiempo, subía siempre al desván donde, sujeto a una cadenilla de plata, mantuve a mi ánimo encadenado. Hace tiempo que lo tenía prisionero, no tenía más remedio.

Él, adoraba tumbarse dentro del cálido cuadradito luminoso que un rayito de sol arroja sobre las tablas, siempre alrededor de la media tarde. Mi ánimo es muy singular pues viene y va donde y cuando se le antoja, y eso, no lo puedo consentir.

Cuando subía allí, a visitarle, solía hacerse el dormido. Me sentaba, próximo a él, y escuchaba su respiración lenta, sosegada, como un viento entre los árboles. Como mi propio viento entre los árboles.

Mientras allí me sentaba, siempre me gustó contemplar las partículas de polvo en suspensión, bailando al ritmo de su respiración, subiendo y bajando, haciendo cabriolas y girando en alocados molinetes al compás de un apenas perceptible ronquidito. Las luminosas motitas, parecen nadar en un mar centelleante y encrespado; navegando en su cáscara de nuez con los nervios templados, hacia orillas más allá de la segura línea que marca la frontera de un rayo de sol.

Apreciaba allí siempre una luminiscencia alrededor de su imagen, desvaneciéndose cuando la luz atenúa su intensidad y llegando a su cénit cuando el día es cálido y acogedor. A él le gustaron siempre los lugares luminosos, y son los pequeños rayos que entran a través de las ventanas estrechas, los lugares de su predilección.

Siempre fue mi ánimo un inquilino caprichoso, al que a menudo he tenido que conservar enclaustrado, manteniendo cerradas puertas y ventanas; y que revolotea, dándose golpes contra el techo cuando alguna vez fui descuidada y sin darme cuenta, en un tris-tras se me escapara. Como un canario fugado de su jaula despedía pequeñas bolitas de pelo, mechones emplumados que recuerdan a las plumas desprendidas de un ave desesperada en las mismas circunstancias, mientras intentaba, enojado, encontrar la fina línea que separa su encierro de la libertad.

Por las tardes le cantaba canciones con mi guitarra, más, como yo no sé tocar nada bien, sus bostezos abrían oscuras bocas de pozo en la negra realidad de mis habilidades.
Aun así, en algunas ocasiones, se sentía animado; y era entonces cuando, para mi satisfacción, daba cabriolas, danzaba, saltaba, bailaba, y juntos, nos reíamos hasta bien pasada la hora de la cena. Era en esos momentos cuando me gustaba abrazarlo y cantarle canciones que ya entonces lograba atinar con algo más de pericia, sólo con alguna nota defectuosa, o dos, poco más.

Una vez lo sujeté a la chimenea, consciente de su delicia por el rincón más cálido y acogedor; pero sus tirones desesperados me obligaron a confinarlo de nuevo en el aislado altillo de esta vieja casa, rodeada de bosques infinitos.

Si me sentaba en la estera donde mi propia abuela me cantaba cancioncillas, él venía siempre a acurrucarse en mi regazo. Era entonces cuando, tirándole miguitas de pan, le hacía dar dos vueltas y media en el aire, al compás del tarareo de una vieja tonadilla.

Antes de ponerse el sol, solía ofrecerle licor de melocotón y le canturreaba una nana que aprendí cuando todavía sabía escuchar canciones. Él se ponía muy contento y saboreaba el delicado manjar con una fruición sólo digna de algún rey capaz de rodearse de un ejército de guerreros de terracota.

Pero hoy todo cambió. Hoy sentí frío. Hoy la nieve penetró en la casa del bosque.Casas nevadas en Canadá

Una gélida ventisca se adentró en el interior de la casa, recorriendo las estancias y posándose en cada resquicio. Helando cada mota de polvo.

Cuando subí al desván, la nieve entraba por una ventana rota, cubriendo de blancos copos todos los rincones. Trayendo un invierno antiguo sobre el cálido verano, haciendo huir a la primavera allí donde mi ánimo habitaba hasta aquel mismo día. A través del ventanuco había escapado, tras roer cuidadosamente la cadenilla y escapar por una estrecha abertura en el cristal.
El otoño se había apoderado entonces de la casa del bosque. Un preso que se fugó de su prisión, y se marchó, sin dejarme ni siquiera una nota…

Miré por la ventana, sentada sobre la vieja alfombra, contemplando las motitas de polvo en suspensión; observando como ejecutan molinetes al compás de mi respiración. Sola, sin más lamento que el de mi propio silencio. Sin más verano que el viento gélido a través de un roto cristal.

Finalmente, decidí que prefiero que sea así entonces.

Que vuele aquel que gusta de ir y venir; que no está para dar ni tomar, ni ofrece dones ni brinda servicios. Nada le debemos, nada él pues nos debe.
Y que todas las cosas del altillo, tal como quedaron, conserven el recuerdo de un inquilino que siempre fue algo nervioso; menos cuando adormilado contemplaba, soñador, la forma de las nubes en el cielo, a través de la ventana…

Edanna