Tengo mi habitación en una posada, su número es la treinta y ocho.

Desde la ventana que da a Occidente se divisan en los días claros La Tierra de los Mil pájaros. Más allá se ven las montañas que aún no pueden tener nombre. Y más allá, la mar circundante, donde habita  el gran dragón que vigila el mundo.

Desde mi ventana no se ven las zonas blandas.

Mejor que así sea, pues allí permanecen siempre en movimiento todas las cosas. Contemplar las regiones de un mundo quebrado, enloquece a los hombres, haciéndoles correr desesperados hacia los bosques. Iracundos como caballos sin bocado, atestados de horror por la realidad que no comprenden y que permanece bajo la luz del sol.

La posada es diáfana desde la lejanía. Un farol te llena de esperanza cuando, más allá del promontorio, una luz diminuta señala el fin de ese largo retorno a casa. Allí no hay nubes oscuras aunque sí que llueve a menudo y con frecuencia. La casa es azul, con puertas oscuras de madera incrustada de resina.

Aquí, siempre está presente el aroma intenso del bosque.

Mi habitación tiene cuatro ventanas. Por cada una de ellas puedo saludar a  los vientos. Puedo contarle pequeños cuentos y ellos, silenciosamente, llevarlos lejos. Hasta los confines más remotos de la tierra. Aquí no hay secretos. Yo, no guardo secretos.

En los primeros días, se advertían fuegos distantes  que en las pálidas noches parecían estrellas caídas sobre la tierra. Sollozantes, oscilaban leve e imperceptiblemente para morir al cabo de algunas horas, y quedar la distancia tan oscura como las profundidades de la noche.

Ya no hay fuegos. Ningún fuego se ve en las distancias.

Es una tierra ahora silenciosa y solitaria.

La posada es una isla en un mar de silencios nocturnos y de días apacibles.

En el último tercio de Septiembre, los vientos del Nordeste cuchichean noticias de otros  fuegos, más allá de la gran muralla que forma el río del viento, donde pasé mis últimos días con los hacedores de grandes alas para volar, con las que surcan los espacios infinitos del cielo. Ahora los vientos sí que traen secretos. Recuerdos y secretos vienen cada vez con más frecuencia, de regiones ignotas del norte y del este. Allí, de donde no se ha dibujado nunca ningún mapa.

Contemplando el poniente, me pregunto si quedará resguardada esa tierra de ser plasmada en los mapas en algún momento. Prefiero que sea así, y que la propia tierra más allá donde cae el sol, elija sus propios nombres por sí misma. Y que no los cuente a nadie salvo a los suyos, si tal es su deseo.

Los últimos días de Septiembre siempre despiertan misterios. Nacimientos, y muertes se suceden, en esta tierra donde las aves son las reinas supremas. Ellas gobiernas realmente. Son las dueñas de los cielos. A  nosotros, se nos ha permitido cobijarnos bajo sus alas. Yo lo acepto pero hay otros, que no tienen tanta gratitud.

Son estos días del Equinoccio los que harán despertar los fuegos en la lejanía. Y los espero con ansiedad. Hay nuevos caminos abriéndose paso hacia los confines del mundo. Los caminos guardan también secretos, pero son más difíciles de convencer. Los caminos siempre han sido seres extraños.

Es así, como se cumplen las canciones que cantan las estrellas, y se suceden las estaciones. El Equinoccio hace despertar a los seres de este mundo, poco a poco, comienzan a brillar en sus propias llamas carmesíes. Son los hermosos últimos días de Septiembre, a los cuales siempre, año tras año, les canto canciones. Unas veces desde la ventana del Oeste, y otras desde la del Norte. Sentada en los quicios tallados de la ventana para acomodarme y contemplar el mundo sometido a los pies del tiempo. Ahora las copas de los árboles se estremecen al compás de la brisa de la tarde, llegando exhaustas desde quién sabe dónde, para cuchichearme al oído las noticias. Y hacerme sonreír al caer en la cuenta de esto o aquello.

Les doy respuestas, les doy mensajes, azuzándolas para que marchen presurosas. ¡Marchad, marchad y traedme noticias de los bosques que habitan tras aquellas montañas! Traedme noticias de aquel valle lejano que visitamos hace tantos años. Marchad ahora, regresad al alba. Por favor, despertadme si me he quedado dormida, pues no quiero dormir, mientras queden historias por contar.

En otras ocasiones sin embargo deseo dormir y no despertar. Hasta que la tierra misma cambie, y las estrellas del cielo no sean las mismas. Que hayan nacido otras nuevas, hijas de las primeras, y de las segundas. Un viaje, siempre, hacia adelante. Con nuevos árboles, nietos de aquellos que me dieron su sombra. Los propios hijos de los valles, y la madera de sus abuelos ancestrales, nos dará cobijo impaciente, eterno no, pero si para siempre.

Yo estaré aquí, siempre esperando la llegada de Septiembre,  despertando a los vientos, a los fuegos púrpuras, al vaivén de las ramas, a los vientos sollozantes. Las miles de hojas que bailan frente a mi ventana, danzas de ternura que podría dedicar…  pero no. No lo haré. Ya no hay danzas, ni canciones. La distancia aquí ya no se mide con leguas, no hay espacio entre los unos y los otros. Esta tierra, cada vez, está más silenciosa y vacía. Aunque a mí me gusta así. Aquí es el tiempo el que nos indica cuánto hay desde aquella laguna hasta el promontorio. Desde el rio al promontorio hay; tres canciones, una historia de fantasmas y un cuento de hadas. Al regresar no te repitas, puedes contar un romance, y antes que te des cuenta, estas de vuelta.

El tiempo es lo único que sirve para recorrer todas estas inmensas extensiones que se abren ante mí. Puede parecer inalcanzable, pero está tan cerca. Tan cerca y tan distante. Aquí ahora, o en un hasta nunca.

Hay gatos que vienen y van cuando lo desean. Yo, mantengo la puerta de la gatera abierta para que mi pequeña gata vaya libre en sus asuntos desde este mundo a los mundos que quiera compartir. Deberíamos aprender tanto de ellos, pues para empezar, jamás cuentan el transcurrir del tiempo.

Mi habitación es la más alta. Es la treinta y ocho. Juego tirando migas de pan desde la ventana, que ruedan por las tejas y desaparecen por el borde, si antes no las caza al vuelo algún pájaro de mil colores. Aparecen y desaparecen entre trinos agudos, resonando hasta los ángulos más recónditos del Valle del Caballo, allí donde una vez encontré basiliscos envueltos en danzas de amor, tornando en piedra quienes se acercaban demasiado a interrumpir su melancólica sinfonía, repleta de esa ternura que solo apreciamos en los momentos más dulces.

Y es la sinfonía de esta tierra la que me estremece en paz, es su música la que me enternece en cada instante. Es la tierra donde vivo, la tierra que cuido, cantándole canciones al caer el sol. Aquí habito y cada Equinoccio, me siento sola en la ventana para contemplar, como el dulce vaivén del mundo me adormece y así poder volver siempre a soñar.