Antaño comencé a recorrer la tierra que se ve a sí misma como aquel lugar que sin un nombre, es capaz de designarse cada tarde con mil acertijos diferentes.

LunaEs una tierra que se pone a sí misma sus nombres según su propio capricho. Lugares remotos que van y que vienen, emergiendo, desvaneciéndose.

Si miras los mapas, cada cierto tiempo alcanzarás a apreciar que, de forma súbita, los calificativos de ríos, mares, montañas, valles y ensenadas se agitan, alterando su apodo, desapareciendo, para poco después reaparecer con otra designación que considere más apropiada algo, o alguien, que desde luego no va a resultar ser el lector que, entre curioso y asombrado, contempla los bamboleantes vaivenes de un mapa caprichoso.

De un mapa que respira.

No recuerdo cual fue el primero de entre nosotros que puso su pie en ella, en esa tierra quiero decir. No recuerdo cuando cayó la primera gota de lluvia, retumbó el primer trueno, ni centelleó el primer relámpago; no recuerdo.

No recuerdo cuando se deslizó la primera bruma de madrugada, ni susurró la primera brisa que me trajo tu nombre desde muy lejos. Aquella sí, la que me trajo tu nombre por vez primera.

Y eso que desde entonces, yo ya estaba allí.

Allí había unas viejas ruinas donde me senté a respirar, tarareando despacito ésta nuestra brisa nocturna, bajo el deseo de todo tu cielo estrellado; pues es una tierra que de mil formas diferentes, cada segundo, cambia a su antojo. Es mi tierra, a la que yo le puse su nombre secreto. Ese, que sólo tú conoces.

Ese desorden, todo ese desorden…, ¡qué delicia…!

Toda esa sutileza que de impaciente gentileza, desquicia…, arremete en las estancias, colocando de mil maneras éstas y otras muchas cosas.

Tantas…, incontables y perpetuas.

No tuve reparos en decirle a todos los minutos de la tarde que aguardaran a tu llegada, y ellos, galanes, esperaron por ti para la cena.

Había fresas como melones y melones como lunas de mayo. Una mesa grande con teteras; las que guardas en nuestra alacena hecha a mano. La amarilla, la amarilla para el jueves, y la rosada para los sábados, acompañadas de la risa de todos los tuyos. Había una que fue especialmente diseñada para el que construye quimeras y diseña, entretejiendo los sueños. Me la regalaste tú, mientras tocaba el piano para ti. La profesión de hacedora de relatos que transporten a los soñadores al país de las maravillas. Al mío, al nuestro, al único. El lugar singular donde nacen todos los cuentos. El lugar de honor del rey del sueño.

¿Pues es que hay acaso mejor ocupación sobre este mundo?

Entretejer quimeras, ¡qué grande es la fortuna! Volvería  a nacer por ti mientras bailo hasta caer exhausta, por escuchar el suspiro de alivio de saberte ya en casa. Cada sábado, cuando traes el azúcar y el café mientras vitorean, los del fondo, dándote las gracias. Las galletas de sabor a añil, a azul y canela, con sabor a reloj redondo de manecillas y sonoros tic tac. Con olor a jazmines y a delicadeza. La de tus manos, la de las mías, la de todos los tuyos que una vez rieron al contemplar tus ojos. Tan felices, tan lejanos. Moribundos por el tiempo que endulza los recuerdos.

Hay un terrón de azúcar para cada uno aguardándoles en el mundo. Uno por cada día que lo intercambiaron por hacer feliz a otro, en aquel, nuestro cuento, nuestro país de las maravillas.

El único que vale la pena. Por el que vale la pena luchar, y sufrir, si es necesario.

Llegué tarde para jugar con caballitos de madera; pero una noche, sobre el hielo del lago, los vi canturrear despacito, galopando en tres por cuatro al compás del viento entre los árboles. Allí te vi una vez, en silencio, caminando junto a todos. Fueron ellos quienes me rescataron, consintiéndome la oportunidad de volver a curiosear la noche siguiente para poder recorrer sola los campos, mientras pise por la hierba fresca llena de rocío que empape mi vestido bajo la noche estrellada.

El silencio de la noche en aquellos fríos momentos fue tan amargo…, algo se quiebra, cruje rugiendo desesperado por una templanza que se desvanece antes de recordar que existe siquiera esa palabra. Contrapuesto a todo lo dulce que tiene un momento, con una luna blanca reflejada en la noche luminosa, tejiendo madejas de luz distante que alejaban la oscuridad.
Por un momento no sabía que decir, rodeada de tanta belleza. La noche luminosa, blanca por la nieve y los haces de luz dorada de plenilunio. Aquella, donde las luces de la ciudad antigua se fundieron con las tenues luciérnagas que bailaron aquella noche sobre el lago, sobre aquel lago, fundiéndose bajo las lágrimas de marzo.

Lágrimas de marzo, que fueron las más amargas que recuerdo; las que cayeron fundiendo la nieve, quebraron el hielo del lago partiendo su alma hasta el mes de abril, hasta el borde del mundo. Allí donde las aguas caen silenciosas hacia el firmamento, hacia el deseo de éste, nuestro cielo estrellado, éste, nuestro mayor deseo.

Aquel firmamento que resplandece, llora, canta y se somete. Ahora iluminado en mi recuerdo por las luces de la ciudad antigua, la de calles pétreas, la de los pequeños árboles yaciendo sobre los tejados, bebiendo de la risa de los más pequeños, y de sus sueños…

Esos tejados, donde mis gatos cazan cuentos y los depositan en la cesta que tejiste aquella primavera, aquella, la que hiciste para atrapar sueños.

Allí nos sentábamos, a contemplar las luces de las casas bajas, los tejados en noviembre, las puertas y ventanas, las luces de la ciudad bajo una luna que ilumina por igual todos los rincones, por igual; jugando al escondite aquí, y llenando de paz el lago que tan lejos queda de la puerta de tu casa. Uno donde caballitos galopan, al compás de tres por cuatro, bajo mi atenta mirada. Bajo la tuya que danza, bajo la luna, en la ciudad donde resuena la música lejana. La ciudad donde siempre se respira el aroma de las noches antiguas. Aromas antiguos, como los de aquella noche.

Pues nunca estuvo la ciudad tan hermosa, como aquella noche.

 

Edanna, abril de 2011