Y fue así que por capricho de los dioses o de los hombres, llegó el dia de la larga marcha…
Diez mil guerreros y guerreras tras de mí guardaban silencio. Con sus cuerpos pintados de negro y azul oscuro, aguardábamos el momento.
-¡¡ «R’vannith»,!!! (Romano), grité, escupiendo en el suelo.
Ellos formaban filas a trescientos metros. Con su disciplina ferrea, formando cuadrillos. En silencio, solo roto por el vociferar de sus generales.
Los mios apretaban filas, rabiosos pero serenos, les había prohibido emborracharse como es costumbre, contra el R’vannith hay que tener los ojos bien abiertos y los sentidos a punto. Como hombres son mediocres, pero no hay que subestimar su disciplina, y la pericia de sus generales.
Miré a los mios, todos íbamos medio desnudos, yo con una simple túnica abierta por delante. Esta seria la larga marcha. La furia del pueblo que aún respeta la deidad femenina. La madre de la tierra.
Mi caballo bufó, sentía las miradas de mi pueblo en mi nuca. Y mi pelo color de nieve se alborotó ante una brisa fresca. Buen presagio, pensé.
Todos habían venido. Divisé a Guiweneth proveniente del valle que respira, con su pelo rojo y su afilada espada. E Idoru, la primera nacida, llegada desde los rincones intemporales. Con su rostro sin definir.
Yo notaba que a veces me desvanecía, mi carne semitransparente, a veces me mostraba la hierba tras de sí.
No me abandones ahora, tú no…me rogó.
-Y escribí con más ahinco, con más fuerza en mis palabras, sintiendo esa maravillosa embriaguez que siento cuando la música me inunda y mis dedos vuelan con las palabras…
-Edanna se definió y hasta la última hebra de su cuidado cabello blanco se agitó en el aire. Sus pupilas blancas relampaguearon. Los ollares del caballo exhalaron los vahos de la madrugada fria. Furioso, presto para aplastar al invasor.
Miré de nuevo las tropas enemigas, perfectamente ordenadas, y el bastión de piedra y mortero que había detrás. Insalvable, pero no para nosotros. Nada podrá en esta larga marcha.
Levanté mi espada dentada, imbuyéndome del espíritu de boudica, boudicea, con su carro, aplastando al romano invasor en la loca carrera de la feroz batalla. Pero esta batalla no tendría cronista, ni libro que la describiera. Ganara quién ganara se perdería de la memoria del hombre, pues el peor pecado del hombre es el olvido.
Esta batalla no se narraría ni se cantaría. Pero eso no importaba.
Importaba la larga marcha, la lucha y la sangre derramada, el sacrificio, el último quizás. Quién sabe. Pero ganariamos. De cualquier forma siempre ganaríamos.
Y recité la canción…

-Soy el pez que nada en el agua, hacia la gran roca gris, la marca del lago más
profundo. Soy la hija del pescador que caza al pez con su lanza. Soy la sombra
de la piedra blanca donde yace mi padre, la sombra que se mueve con el día hacia
el río donde nada el pez, hacia el bosque donde el claro de las becadas está lleno
de flores azules. Soy la lluvia que hace correr a la liebre, que obliga a la cierva a
refugiarse en la espesura, que apaga el fuego en la casa redonda. Mis enemigos
son el trueno y las bestias de la tierra que reptan por la noche, pero no tengo
miedo. Soy el corazón de mi padre, y soy su padre. Brillante como el hierro,
veloz como la flecha, fuerte como el roble. Soy la tierra.

Los hombres y mujeres gritaron, ya no pararían de hacerlo, golpeamos las lanzas y los escudos, mi caballo se encabritó relinchando sobre todas las demás voces, yo grité, envuelta en júbilo, excitada por la batalla que se avecinaba, todos estábamos locos de furia, y locos nos arrojamos sobre ellos, volamos sobre la hierba, en la desenfrenada carrera, la larga carrera. Y así comenzó, la larga marcha…