Dyss, sello general

Y así, el tiempo anduvo su propio camino.

Ella siempre está cerca, en todo momento a él le acompaña. Cromwall ya nunca está solo.

Ella siempre está presente, ella siempre está allí, en algún lugar; él nunca la puede ver, salvo por el rabillo del ojo. Tan sólo sus pálidas y diminutas manos de niña sobre él, en la alcoba, o alrededor de su cintura cuando monta a caballo. En ocasiones su mano está sobre la suya, cuando afligido pasa las tardes en el salón, frente a una chimenea que siempre permanece apagada, pues ya no hay motivo para encenderla, puesto que, el frío que siente habita ya siempre en su corazón. Cuando intenta comer la siente a su lado; cuando se adormila siente su manos rodear su torso, como la más cariñosa de las amantes. No hay en el mundo compañera más leal.

Sus perros hace tiempo que huyeron, aterrorizados ante la nueva señora del castillo. Ya Cromwall ni se molesta en ahuyentarla, en dar alaridos; no sirven de nada. Ella siempre está allí, silenciosa, contemplándole, pálida, como el ocaso de una vida de dolor, muerte y agonías.

Intenta mantener los ojos abiertos, pues si la intenta mirar fijamente, ésta, desaparece. Sólo la atisba por los lados, semejantes a los latigazos de un recuerdo, que pareciese fustigar con sus mortajas ondulantes, llevando escritas las palabras estrictas que nos recuerdan la vergüenza de los errores cometidos en la vida. Pero es inútil, ella siempre está allí; y cuando rendido, cabecea, al despertar lo primero que ve es la pálida y pequeña mano de niña, tomando la suya.

Entonces vuelven los alaridos, las maldiciones y los gritos, y de nuevo, las largas y eternas horas de madrugada, cuando uno no sabe si está muerto o vivo o anda entre ambos mundos. Y al final, cae rendido; para yacer, exánime…; como cada día, como siempre pues, siempre es igual, así, de forma perpetua junto a su niña-amante; cuya pequeña mano es lo primero que vislumbra al despertar, tras todas las largas horas de pesadillas, terror, sueños y pesares.

En su desgracia maldice ahora todas las horas del día, y de lo larga que es la vida cuando cuentas con cada instante de forma consciente; todos esos momentos resultan tan claros, tan ardientes, tan crueles…, en su memoria.

Entonces el señor recuerda el castillo, allí donde todo empezó. Solamente si quizás…, aquella flauta que tal vez, todo lo comenzara… Y una esperanza se abre ante él, ¡rápido!, ensilla un caballo, cruza la barbacana y toma el gran camino, reventando a la bestia durante su carrera, cabalga veloz hasta aquel extraño castillo donde hace ya meses estuvo con sus hombres. Aquel tormento que tras una tarde, hace meses, ya empezara y al que ahora el señor culpa de todas las desgracias que en su vida, a partir de entonces, le han sucedido.

Al lugar llegó antes de que cayera ya el sol y apresurado, anhelante por el brillo de la esperanza refulgiendo en su consciencia, buscó la habitación donde hallara aquella tarde el instrumento.

¡Allí estaba! Satisfecho corrió, gritando y maldiciendo; jurando a la ramera que por fin, de cualquier  lugar de donde hubiera salido, allí volvería a sumergirse en el infierno, junto a todos a los que, durante  su existencia, les había arrancado la vida con sus manos.

Encontró la flauta en el suelo que sin dudar tomó en sus manos; anhelando liberarse, con premura, un soplido corto le dio por la boquilla. Una sola nota aguda resonó en una estancia por la que no parecía haber pasado ni el tiempo ni el polvo o la suciedad. Todo, absolutamente todo, estaba tan perfectamente limpio como el mismo día que allí había llegado la primera vez con sus hombres.

Durante un rato Cromwall espera, y con la proximidad del caer de la tarde suspira aliviado que con su plan podría haber tenido éxito, poniendo un final a una pesadilla que quizás había ya dejado atrás.

Rendido se siente entonces y sobre la cama ahora se sienta, más tranquilo de lo que ha estado en muchos meses por vez primera. ¡Desea tanto descansar!, ¡tanto anhela el dormir!, al fin, sin pesadillas. Se siente tan agotado que allí, tumbándose, se queda dormido al fin, sin sueños, en un sueño tranquilo como la ribera de aquel rio tranquilo donde pasó su infancia.

Cuando Cromwall despierta ya está anocheciendo y una tenue luz rojiza ilumina la estancia, donde las vestiduras al compás de una brisa que entra por la ventana sisean todas juntas. Siente miedo entonces. En su mente vuelve a ser consciente de todos los sucesos y desea, con fervor autentico que toda aquella pesadilla haya por fin terminado.

Y en su pecho, allí estaba la pequeña mano de ella; tan pálida, que sobre él, ahora dulcemente descansa.
Dándose la vuelta, con un feroz alarido, fuera de sí, entre rizas y sollozos, entre chillidos de rabia, a ella por primera vez la atrapa; esta vez su compañera no se difumina ante sus ojos, ni desaparece para rondar por los lados, como un fantasma, como un viento inalcanzable. Ella, esta vez allí continúa, silenciosa, sin expresión, lejana y fría como un rayo de luna. ¡Es tan pequeña!, ¡tan pálida!, de ojos profundos como negro carbón pues negro es el pozo insondable de su mirada ya que de pupilas carece. Su cabello, también negro es como la noche, lacio y brillante que le alcanza la curvatura de sus nalgas, que él aprieta ahora, pues también le arranca el fino vestido que parece deshacerse como un soplido en sus manos.

Así, con feroz brutalidad, en su misma habitación, a su compañera, a su aparición, viola ahora con fiera determinación, y con rudeza.

Y así lo hace sin cesar, durante horas y horas, en las cuales ella nada dice, ni sonido alguno emite, pues ni siquiera parece que sus pequeños pechos blancos se muevan levemente al respirar; si es que respira alguna vez. Yace allí, ahora, bajo él, mientras el señor entra en ella una y otra vez, con tal salvajismo que desea romperla en pedazos.

Cuando termina, enloquecido, corre hacia fuera, toma su caballo y esta vez sí, consigue matar a la bestia que cae, reventada, a la vera del camino, muchas millas a lo lejos. Levantándose sobre el caballo muerto, sigue corriendo de todos modos, hasta que dos días después regresa a su fortaleza, donde finalmente se encierra.
Allí se queda durante meses, gritando, dando voces y profiriendo alaridos. Tiempo durante el cual, todos los que allí quedaban se marchan al fin, muy lejos de allí.

Aquella fue la última vez que a ella él la tocó, probablemente, por alguna perversa brujería al haber estado en la misma habitación de su dueña. Allí sigue ella pues, siempre una fiel compañera, velando a su señor, en un castillo en ruinas, todo cubierto ahora de hiedra.

En un frío y enorme salón, ante una chimenea que jamás prende fuego alguno, se escucha los delirios de un loco que horas chilla, perturbado, y horas ríe con histeria. Siempre está en su sillón, profiriendo maldiciones, alzando la voz y hablándole a su siempre leal compañera de las tierras que una vez, junto a sus hombres, entre sus manos tomó, pues hubo un tiempo en el que obtuvo siempre todo cuanto quiso, y que nunca habían conocido pues la miseria.

Siempre silenciosa, la chica entre sus brazos tiene siempre ahora a un bebé, de la misma piel tan pálida como la de la nieve; y ni una queja ni un lamento, la hermosa criatura, jamás profiere. Pues si en su niña-amante palabra alguna jamás se escuchó, menos iba a partir en un nuevo niño; el hijo de él, y el de ella, que en sus manos, un bebe ahora siempre junto a sí mantiene.

Pero ahora, ya los dientes de Cromwall han perdido su blancura, se fueron pudriendo unos tras otro y los que quedan, en su boca son una sombra de lo que una vez fue símbolo de toda su bravura. El señor de los dientes blancos Cromwall ya dejó de ser, pues en un viejo desdentado de podridos dientes, él se ha convertido. Por fortuna, no todo es tan malo pues, en el niño que ella siempre en sus brazos sostiene, el señor ya advirtió, la hermosa blancura de unos agudos dientes de invierno que, el bebé de forma reciente, en su boquita ahora han nacido.

Así termina la historia de Cromwall, el de los dientes de invierno.
Que jamás viera en Occidente homenaje alguno, gloria ni alabanzas.
Salvo en la memoria a través del recuerdo de un desgraciado destino.
Muestra, enseñando, los errores que condujeron a tantas desgracias.

El hombre pues a ser libre, nosotras decimos, ¡que está condenado!
Pues de la libre voluntad, de hacerse a sí mismos, poseen tal don.
Que cada día, tus elecciones te harán ser lo que eres, ¡ya han olvidado!
Y en su ciega ignorancia el necio optó por tomar, el de su perdición.

 Fin

 

***

Su tono había cambiado al comenzar la narración, quedándose como en éxtasis y haciendo unas muy leves oscilaciones con la parte superior de su cuerpo. Al terminar, pareció relajarse y volver a ser la misma de antes. El ambiente se dulcificó entonces y las gentes comenzaron a dispersarse, cuchicheando a la luz de los grandes fuegos que se habían encendido durante la caída del Jareth.

Aquella había sido una bella historia contada de un modo extraño que, una vez más, trataba de enseñar a las gentes aspectos de la vida, de la tierra y de los cielos; pues en ello consistía la labor de las narradoras de la vida, en instruir mediante el enxiemplo, mostrando los secretos del mundo a la consciencia de las gentes, dejando las viejas historias en el recuerdo de todos los oyentes para que perduraran a través de cada generación; enseñando y educando a los seres que, por lo general, eran analfabetos.

Por ello, las narradoras recorrían los caminos, haciendo un peregrinaje sobre el que cada una tenía asignada una región que abarcaban en unas cuantas estrofas, completando su recorrido una vez por estación. En los años de invierno, sin embargo, permanecían en sus refugios toda la estación, esperando el momento de poder realizar su peregrinaje en condiciones más favorables. Las narradoras por ello disfrutaban de libre tránsito a través de todos los territorios, e incluso, hasta muchas criaturas que podría catalogar de bestias, las respetaban.

A mí me pareció la de las narradoras entonces,  una gran labor;  y aquel hermoso cuento narrado con un lenguaje extraño hizo que se me estremecieran todas las fibras de mi ser al recordar, mediante aquellas viejas historias, el porqué en Dyss existen tantos matriarcados, y el porqué la fuerza de lo femenino es respetado, como forma de gobierno y cómo guía espiritual, resultando en algunos casos algo de carácter sagrado en muchos lugares del mundo, a lo largo de todos sus territorios.
Más tarde pude conocerla, pues me acerqué a hablar con ella al dispersarse el gentío; y en aquel momento, nunca pude haber imaginado los increíbles acontecimientos que surgirían de aquella nueva amistad que se forjó al comienzo de aquel nuevo año de primavera.

El trono de la reina Valaria
Libro de Edanna